La generalizada sensación de impunidad se convierte en reclamo de justicia. Reclamo que, sin embargo, también se expresa superficialmente en linchamientos, físicos o mediáticos. El amarillismo sentencia, con cinismo, pero no resuelve. Avanzan por las calles todo tipo de manifestaciones, llevando hasta el límite la tensión entre el derecho a la libertad de expresión y el derecho al libre tránsito. Algunos, con la cabeza baja, se escabullen lo antes posible. Otros aprovechan el remolino para sacar alguna ventaja. “No me importa quién me la hizo, sino quién me la paga”, sentencia implícitamente un rostro desencajado. Y otro, con no menor arrojo, lanza improperios que, sospecho, no resistirían la criba de la verdad. Pero no me atrevo a preguntarle si está seguro de lo que dice, porque intuyo que automáticamente me esputará que soy parte del sistema.

 

“El orden social hay que desarrollarlo a diario, fundarlo en la verdad, edificarlo sobre la justicia, vivificarlo por el amor. Pero debe encontrar en la libertad un equilibrio cada día más humano. Para cumplir todos estos objetivos hay que proceder a una renovación de los espíritus y a profundas reformas de la sociedad” (Gaudium et spes, n.26). Así se pronunciaba, hace ya más de cincuenta años, el Concilio Vaticano II. Y así articuló lo que, más adelante, el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia llamaría “valores sociales”. Todos ellos “son inherentes a la dignidad de la persona humana, cuyo auténtico desarrollo favorecen: son esencialmente: la verdad, la libertad, la justicia, el amor. Su práctica es el camino seguro y necesario para alcanza la perfección personal y una convivencia social más humana” (n. 197).

 

En cada uno de estos valores, se juega el éxito de una sociedad organizada o su fracaso. Pero no se dan sin la participación real de las personas. Difícilmente se alcanza una justicia social, si no se promueve simultáneamente la justicia como virtud personal. Y la justicia no es tal si no se fundamenta en la verdad. “Vivir en la verdad tiene un importante significado en las relaciones sociales: la convivencia de los seres humanos dentro de una comunidad, en efecto, es ordenada, fecunda y conforme a su dignidad de personas, cuando se funda en la verdad” (Compendio, n. 198). Igualmente, no se ejecuta sino en un ámbito de libertad. “El valor de la libertad, como expresión de la singularidad de cada persona humana, es respetado cuando a cada miembro de la sociedad les es permitido realizar su propia vocación personal; es decir, puede buscar la verdad y profesar las propias ideas religiosas, culturales y políticas; expresar sus propias opiniones; decidir su propio estado de vida y, dentro de lo posible, el propio trabajo; asumir iniciativas de carácter económico, social y político. Todo ello debe realizarse en el marco de un ‘sólido contexto jurídico’. Dentro de los límites del bien común y del orden público y, en todos los casos, bajo el signo de la responsabilidad” (n.200).

 

Sólo entonces se asoma un sentido de la justicia personal que se convierte en justicia social. “Desde el punto de vista subjetivo… se traduce en la actitud determinada por la voluntad de reconocer al otro como persona, mientras que desde el punto de vista objetivo, constituye el criterio determinante de la moralidad en el ámbito intersubjetivo y social”. Éste, que en nuestros días tiene un alcance mundial, “concierne a los aspectos sociales, políticos y económicos y, sobre todo, a la dimensión estructural de los problemas y las soluciones correspondientes” (n.201). Ante el peligro contemporáneo de medirlo todo desde la utilidad y el tener, es necesario reconocer que lo justo “no está determinado originariamente por la ley, sino por la identidad profunda del ser humano” (n.202).

 

En síntesis: “La convivencia humana resulta ordenada… cuando se funda en la verdad; cuando se realiza según la justicia, es decir, en el efectivo respeto de los derechos y en el leal cumplimiento de los respectivos deberes; cuando es realizada en la libertad que corresponde a la dignidad de los hombres, impulsados por su misma naturaleza racional a asumir la responsabilidad de sus propias acciones; cuando es vivificada por el amor, que hace sentir como propias las necesidades y las exigencias de los demás e intensifica cada vez más la comunión en los valores espirituales y la solicitud por las necesidades materiales. Estos valores constituyen los pilares que dan solidez y consistencia al edificio del vivir y del actuar: son valores que determinan la cualidad de toda acción e institución social” (n. 205).

 


Foto: Hans von Aachen, El triunfo de la justicia

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