Es verdad que, en principio, es una cuestión técnica. Parte de los procedimientos que se siguen en el órgano de la Santa Sede para el reconocimiento de la santidad, la Congregación para las Causas de los Santos. El Papa Francisco, con su Carta Apostólica en forma motu proprio “Maiorem hac dilectionem” ha reconocido, en el iter de las beatificaciones y canonizaciones, el ofrecimiento de la vida como una causa que puede ser estudiada, junto al martirio de sangre y el ejercicio heroico de las virtudes, para dichos procesos.

Cuando la Iglesia reconoce la santidad de alguno de sus miembros que ya han muerto, a través de ello manifiesta su certeza de que gozan de la presencia de Dios debido al modo como vivieron, de modo que pueden contarse como válidos intercesores para el bien de la comunidad eclesial, y también los propone como ejemplo de vida cristiana que merece ser imitado. A través de la nueva legislación, el Papa abre un camino de investigación para las causas de los santos, pero también explicita una acción desde la cual es posible reconocer la congruencia cristiana en grado eximio.

De acuerdo con el documento, “el ofrecimiento de la vida, para ser válido y eficaz para la beatificación de un Siervo de Dios, debe responder a los siguientes criterios: a) ofrecimiento libre y voluntario de la vida y heroica aceptación, propter caritatem (por caridad) de una muerte cierta y en breve término; b) nexo entre el ofrecimiento de la vida y la muerte prematura; c) ejercicio, al menos en grado ordinario, de las virtudes cristianas antes del ofrecimiento de la vida y, después, hasta la muerte; d) existencia de fama de santidad y de signos, al menos después de la muerte; e) necesidad del milagro para la beatificación, ocurrido después de la muerte del Siervo de Dios y por su intercesión” (art. 2).

Para entender esta normativa, conviene recordar a san Maximiliano Kolbe. Se trataría, a mi parecer, del típico caso de ofrecimiento de vida, que, al no contarse con esta reglamentación, siguió los cauces tradicionales que se acostumbraban en su momento, dando pie a una cierta discusión. No se dudaba de su santidad, pero no era fácil encasillar la situación que enfrentó desde los criterios tradicionales. Sin duda, había ejercido en su vida las virtudes en grado heroico. Pero, además, en su canonización, se reconoció que se trataba de un martirio. Se interrogaba si se trataba propiamente de un martirio, siendo que él mismo había ofrecido su vida en sustitución de un hombre en el campo de concentración de Auschwitz. Aquella era, de hecho, la referencia fundamental de su historia de santidad. No se trataba, como ocurre propiamente en los estudios sobre el martirio, de odio a la fe, sino de una obra extraordinaria de caridad. Por ello se le ha descrito como un mártir de la caridad.

La nueva legislación permite seguir específicamente esta ruta de investigación. Pero, además, confirma a los creyentes en la riqueza de ejemplos de santidad que se pueden encontrar, aportando una orientación para ellos. Como ocurre en el reconocimiento del martirio de sangre, es una oportunidad de reconocer, más allá de las personas que se reconocen por su muerte heroica, una orientación para la vida común. Desgastarse cotidianamente en beneficio del próximo por amor a Cristo es un modo ordinario, pero no menos meritorio, de realizar la plenitud de la vida cristiana. Lo hacen muchos padres de familia, maestros, bienhechores y servidores de los más diversos rubros. Y realizan, con ello, el exquisito ejemplo de Jesucristo, que con su propia entrega confirmó que “nadie tiene amor más grande que el de quien da la vida por sus amigos” (Jn 15,13).

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