“Sólo los seres humanos conocemos el aburrimiento”, comentó uno. Y el otro respondió: “Pues yo debo ser muy humano, porque estoy muy aburrido”. Después llegó la lluvia, y puso a ambos en movimiento. No sé si el clima influía, pero muy poco después escuché otra conversación, en este caso sólo de un lado, porque era una llamada telefónica. “Ayúdame, amiga, no sé qué hacer. El niño se la pasa aburrido todo el día”.

Aquellas pláticas me hicieron pensar, primero, en algunos países europeos que buscan exprimir todo lo que pueden a los escasos días de sol de sus veranos. Y luego traté de recordar algún momento de mi infancia en el que hubiera estado aburrido. Debo confesar que no vino ninguno a mi memoria. ¿Será que, selectiva, la mente los borra? ¿O será que, en realidad, un niño aburrido no debería considerarse algo normal? Lo cierto es que pasaron por el espectro mental los más variados pretextos que mis amigos o yo teníamos para entretenernos, y no eran pocos. Las ocurrencias saltaban, permanentes, en un juego que naturalmente equilibraba al cuerpo, las emociones, los pensamientos y los desafíos, la música y la magia, las narraciones y las fantasías, las competencias y los misterios. Creativos, elaborábamos mil mundos, que habitábamos en diversos tiempos. Hubo sol, lluvia y nieve, inundaciones y sequías, travesuras y responsabilidades. Pero no, no hubo aburrimiento.

Es verdad, hubo hermanos, amigos y compañeros, y con cada uno de ellos el horizonte se transformaba. Pero también hubo tiempos de soledad. No recuerdo, sin embargo, en general, que la soledad hiciera daño. Hubo descubrimientos y despedidas –¡despedidas, sin duda las más dolorosas!–, pero no, no hubo aburrimiento. Hubo canicas, bolos y albercas, libros e instrumentos, pleitos y complicidades, tableros y pizarrones, pero no aburrimiento. Hubo campos, sembradíos y desiertos, granjas y cerros, ciudades y ranchos, calles y parques, playas y arroyos, obsesiones y culpas, amores y desconfianzas, pero no, no aburrimiento.

“¿No tenían televisión?” ¡Oh, sí! Y vaya que la veíamos. Y lo hacíamos con gusto. Pero no era un remedio para el aburrimiento. Y nunca la confundimos con una amiga. El mejor mundo por descubrir no estaba en ella. Y sí, también había teléfonos. Y conocimos algunos de sus excesos. Pero nunca nos hicieron esclavos. Nunca vivimos al pendiente de ellos. Por eso tampoco nos aburrieron.
¿Qué pasa, entonces, cuando muchos pequeños dejan de inventar su propia diversión, y dejan sucumbir su espontánea creatividad? No son todos, claro, lo sé. Pero la noticia llega como olas recurrentes, hasta el punto de parecer, de pronto, normal. Y no, no tuve padres que jugaran a jugar conmigo. Sin duda hubo momentos bellísimos con ellos, pero su ocupación no consistía en ver de qué manera nos entretenían. Es verdad que había un marco de seguridad y libertad que nos permitía salir, asumir riesgos que hoy resultarían inadmisibles. Los peligros, aunque evidentemente existían, no eran los mismos de hoy. Mas no parece esto suficiente para explicar la falta de aburrimiento.

Hoy hay miedo de que los niños se aburran. Incluso en la escuela, se procura descartar todo lo que parezca significar repetición monótona e intromisión a su talante personal. La diversión es una tarea, y, sin embargo, el resultado en muchos casos es fastidioso y malhumora. Algunos lo atribuyen a la sobrecarga de estímulos. Otros, a una tecnología no dosificada. Otros aún, a determinados mecanismos educativos y culturales. Hay también quien identifica un extraño estrés infantil, no del todo desvinculado de lo que genera el aburrimiento. Ignoro las razones profundas, pero me rebelo a considerarlo normal. No, no es normal ni muy humano que un niño constantemente se aburra.
 

 

Foto: Bartolomé Esteban Murillo, Sagrada Familia con san Juan niño

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