Esta Pascua quedó marcada por la visita del Papa Francisco a Egipto. El Egipto heredero, por supuesto, de una de las cargas culturales y religiosas más intensas de la humanidad. La antigua Alejandría fue, sin duda, uno de los polos más relevantes de la historia, y tanto para el judaísmo como para el cristianismo un lugar de referencia insustituible. Actualmente, el cristianismo en ese país es uno de los más atormentados por la persecución, y uno de los que con más valentía ha perseverado en su profesión de fe.

En estos mismos días se ha celebrado la memoria litúrgica de uno de los personajes más destacados de la antigüedad cristiana, hijo precisamente de aquellas tierras: san Atanasio. En el tiempo en que se ponían en juego los más finos ejercicios de la reflexión y la oración para articular una fe razonable, la comunidad alejandrina supo postular y defender, sobre todo, la certeza de la divinidad de Jesucristo. Atanasio es figura emblemática para toda la cristiandad, tanto por su participación en el concilio de Nicea, como diácono, acompañando al obispo Alejandro, como después, sucediendo a Alejandro, protegiendo y profundizando la fe nicena.

Lamentablemente, las fracturas no pudieron evitarse. Sosteniendo la misma certeza fundamental de Nicea, las tensiones con otros modos de plantear el misterio, como el que se reconoce en el cristianismo antioqueno y el latino, no lograron mantener la unidad, separando dolorosamente a los hermanos. El camino, sin embargo, iniciado con el encuentro de Paulo VI y Su Santidad Amba Shenouda III en 1973, y continuado con el de Juan Pablo II con el mismo patriarca, ha proseguido con un horizonte de fraternidad y buena voluntad, que ha logrado tanto en el ámbito del diálogo teológico como en el de la comunión y la oración, dirigirse hacia buen puerto. Existen aún un largo trecho que recorrer, pero los puentes están tendidos y se fortalece la comunión.

En su discurso ante el ahora Papa Tawadros II, Francisco hizo referencia a la fraternidad del agua y de la sangre: del agua, por el común bautismo, reconocido por ambos y ratificado con el acuerdo de “no repetir el bautismo a ninguna persona que haya sido bautizada en alguna de nuestras Iglesias y quiera unirse a la otra”, y de la sangre, especialmente por el difícil momento de una iglesia martirizada. “Cuántos mártires en esta tierra –consideró Francisco–, desde los primeros siglos del cristianismo, han vivido la fe de manera heroica y hasta el final, prefiriendo derramar su sangre antes que renegar del Señor y ceder a las lisonjas del mal o a la tentación de responder al mal con el mal… Aun recientemente, por desgracia, la sangre inocente de fieles indefensos ha sido derramada cruelmente”. Y podía concluir, en la integración de los martirologios: “Su sangre inocente nos une… Fortalecidos por vuestro testimonio, esforcémonos en oponernos a la violencia predicando y sembrando el bien, haciendo crecer la concordia y manteniendo la unidad, rezando para que los muchos sacrificios abran el camino a un futuro de comunión plena entre nosotros y de paz para todos”.

Mientras se avanza hacia la plena unidad, dijo Francisco, “podemos cooperar en muchas áreas y demostrar de manera tangible lo mucho que ya nos une. Podemos dar juntos un testimonio de los valores fundamentales como la santidad y la dignidad de la vida, humana, la santidad del matrimonio y de la familia, y el respeto por toda la creación, que Dios nos ha confiado. Frente a muchos desafíos actuales como la secularización y la globalización de la indiferencia, estamos llamados a ofrecer una respuesta común cimentada en los valores del Evangelio y en los tesoros de nuestras respectivas tradiciones”.

El abrazo de Pedro y Marcos –el evangelista, a quien se considera en el origen de la iglesia alejandrina– en las personas de Francisco y Tawadros, es un signo esperanzador en un tiempo y un espacio duramente probado precisamente en la esperanza.

Foto: Tintoretto, San Marcos rescata a un sarraceno del naufragio

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