En la foto: Francisco de Goya, Jugando a los gigantes

“…un blanco silencio de horas y un verde beso de brisas”. Así el poeta recuenta lo que Dios edificó para el hombre, y ha quedado en el breviario como himno de laudes en algunos viernes. Se acerca mucho a lo que otro poeta –Alfonso Castro fue el primero, Manuel Ponce este segundo– presentó al concluir su “Teoría de lo efímero”: “Y mi primer recuerdo era una brisa / verde por donde llegan las palomas, / un fluir de corrientes submarinas / y tan remotas que me causan pena” (Antología poética, FCE, México 20002, 80).

En ambos casos, la brisa verde habla de vida y de esperanza. El tiempo es salvado de lo efímero, del sinsentido, porque se rescata el valor eterno del presente y el horizonte presente del futuro. Brisa parece el instante, pero en realidad contiene una vitalidad que se resiste al fracaso y al deterioro.

Pero en Adviento vuelve también otra voz de más remotas tierras. La que mejor que nadie –y, por cierto, con delirante insistencia– ha cantado a la esperanza niña: Péguy. “Todo lo que hacemos lo hacemos por los niños. / Los niños nos hacen hacer todo. / Cuanto hacemos. / Como si nos cogiesen de la mano. / Así todo lo que hacemos, cuanto el mundo hace lo hace por la pequeña esperanza” (“El pórtico del misterio de la segunda virtud”, en Ch. Péguy, Los tres misterios, Encuentro, Madrid 2008, 247).

Comparando a las tres virtudes, describe la fortaleza y la grandeza de la fe y de la caridad, pero a la esperanza la reconoce como una niña pequeña, traviesa. Y, por ello, es la que más le gusta y le sorprende.

“Pero la esperanza, dice Dios, sí que me sorprende. / A mí mismo. / Sí que es sorprendente. / Que esos pobres niños vean cómo pasa todo eso y crean que mañana irá mejor. / Que vean cómo pasa eso hoy y crean que irá mejor mañana en la mañana. / Sí que es sorprendente y seguro la más grande maravilla de nuestra gracia. / Y yo mismo me quedo sorprendido. / Y mi gracia tiene que ser en efecto una fuerza increíble. / Y brotar de una fuente y como un río inagotable / Desde esa primera vez en que brotó y siempre que brota. / En mi creación natural y sobrenatural. / En mi creación espiritual y carnal sin dejar de ser espiritual. […] Lo que me admira, dice Dios, es la esperanza. / Y no me retracto. / Esa pequeña esperanza que parece de nada. / Esa niñita esperanza. / Inmortal” (Ibid., 232-233). Y todavía: “La Esperanza ve lo que todavía no es y que será. / Ama lo que no es todavía y que será” (ibid., 237).

Gritos de niños, como verde brisa, cargada de vitalidad, mantienen el futuro. Un padre que no ve la salida, recobra de pronto la certeza sólo porque el niño grita. Juega. En su juego, grita. La oscuridad del momento estuvo a punto de hacerlo gritar a él mismo, como padre, para que se rehiciera un silencio que le permitiera concentrarse. Pero de pronto se detuvo. Todo su afán resultaba inútil si no permitía que el niño gritara. Que el niño, como encarnación de la esperanza, le tocara el rostro con su grito como un verde beso de brisas. “Todo lo que hacemos, lo hacemos por los niños”. Por los héroes incansables que entrenan su inteligencia y su compromiso con la fantasía. Que en sus gritos van venciendo nuestro adulto pesimismo.

Para cerrar vuelve Ponce: “Y mi esperanza en vísperas de viaje / con holgura de lentas despedidas, / una muerte a la vuelta de un suspiro, / y lo demás como el amor lo quiera” (Antología, 80).

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