El Papa Francisco ha querido que el espíritu del Año de la Misericordia perviva en la Iglesia, más allá del tiempo especialmente dedicado a ella. Por eso, como parte del cierre del Jubileo, entregó a los creyentes la Carta Apostólica “Misericordia et misera”, que en algo recuerda la “Novo millenio ineunte” con la que concluyó el Gran Jubileo del año 2000.

El título de la carta se inspira en el comentario de San Agustín al Evangelio de san Juan, a propósito del encuentro de Jesús con la adultera. “Quedaron sólo ellos dos: la miserable y la misericordia”. Después de que quienes deseaban, conforme a la Ley, lapidar a la mujer, y de que Jesús, tras un momento de silencio, dijo que quien estuviera libre de pecado lanzara la primera piedra, se fueron retirando a partir del más viejo, al final quedan ellos dos solos. Ella, invitada a no pecar más, recibe la absolución del Señor. “Esta página –introduce el Papa– puede ser asumida con todo derecho, como imagen de lo que hemos celebrado en el Año Santo, un tiempo rico de misericordia, que pide ser siempre celebrada y vivida en nuestras comunidades” (n. 1).

El documento presenta una evaluación sumaria del Año y una sugestiva reflexión sobre modos como la Iglesia debe hacer suyo este núcleo del Evangelio. Pero también establece una serie de novedades prácticas para el futuro de la Iglesia. Recomienda que en cada comunidad un domingo del Año litúrgico se dedique a “la difusión, conocimiento y profundización de la Sagrada Escritura” (n. 7), especialmente a través de la lectio divina, en específico sobre los temas de la misericordia. Plantea la continuación, aún por discernirse en sus formas concretas, del ministerio prestado por los Misioneros de la Misericordia (cf. n. 9). También prolongar la iniciativa de24 horas para el Señor en torno al IV Domingo de Cuaresma (cf. n. 11). Extiende “la facultad de absolver a quienes hayan procurado el pecado de aborto” a todos los sacerdotes, conforme a lo estipulado de manera extraordinaria para el Año de la Misericordia, y confirma “la posibilidad de recibir válida y lícitamente la absolución sacramental” de parte de los sacerdotes de la Fraternidad San Pío X (n. 12). Finalmente, establece el XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario como Jornada mundial de los pobres (cf. n. 21).

Conforme al espíritu señalado en la convocatoria del Año, el Papa subraya las dimensiones de experiencia espiritual y de práctica de las obras de misericordia. “La misericordia renueva y redime, porque es el encuentro de dos corazones: el de Dios, que sale al encuentro, y el del hombre. Mientras este se va encendiendo, aquel lo va sanando: el corazón de piedra es transformado en un corazón de carne, capaz de amar a pesar de su pecado. Es aquí donde se descubre que es realmente una ‘nueva creatura’: soy amado, luego existo; he sido perdonado, entonces renazco a una vida nueva; he sido ‘misericordiado’, entonces me convierto en instrumento de misericordia” (n. 16).

Por eso, como derivación de la experiencia se tiene el compromiso. “Es el momento de dejar paso a la fantasía de la misericordia para dar vida a tantas iniciativas nuevas, fruto de la gracia” (n. 18). Invita a esforzarnos “en concretar la caridad y, al mismo tiempo, en iluminar con inteligencia la práctica de las obras de misericordia. Esta posee un dinamismo inclusivo mediante el cual se extiende en todas las direcciones, sin límites” (n. 19). Así, “estamos llamados a hacer que crezca una cultura de la misericordia, basada en el redescubrimiento del encuentro con los demás: una cultura en la que ninguno mire al otro con indiferencia ni aparte la mirada cuando vea el sufrimiento de los hermanos. Las obras de misericordia son ‘artesanales’: ninguna de ellas es igual a otra; nuestras manos las pueden modelar de mil modos, y aunque sea único el Dios que las inspira y única la ‘materia’ de la que están hechas, es decir la misericordia misma, cada una adquiere una forma diversa” (n. 20). Establece, incluso, un programa para ello: “La cultura de la misericordia se va plasmando con la oración asidua, con la dócil apertura a la acción del Espíritu Santo, la familiaridad con la vida de los santos y la cercanía concreta a los pobres” (n. 20).

La misión, por lo tanto, se abre ante los ojos de los creyentes como un enorme horizonte por recorrer. La tarea es demandante, y, sin duda, hermosa. La misericordia en ella deberá seguir siendo núcleo decisivo y criterio de discernimiento, certeza y compromiso, rumbo y estilo pastoral.

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