Termina el Año de la Misericordia y, en realidad, todo apenas empieza. El festejo es siempre menor que el compromiso implicado. Los signos volverán a la rutina. Las palabras, a su secuencia ordinaria. Las acciones, al ritmo acostumbrado, tantas veces marcado por la inercia. ¿Entonces dónde se encuentran los frutos? ¿Ha sido sólo una invitación bienintencionada del Papa, que terminará por desembocar en el vacío? No. La gracia late donde menos la sospechamos. Muchos corazones se han abierto ya a la esperanza. El acento de la fe cristiana ha encontrado su más pertinente acomodo. El ejercicio ha fortalecido los músculos de quienes lo han realizado. Se han desencadenado procesos. Nuestro tiempo, sin embargo, sediento de ternura y de orientación, desencantado por promesas imposibles y asustado por amenazas incomprensibles, a veces parece zozobrar en el absurdo. Con todo, no se cansa de aspirar a algo mejor. Sin Dios, no hay horizontes nuevos. Sin el Dios misericordioso, no hay redención. Sin hijos misericordiosos del Padre misericordioso, no hay fraternidad. El tiempo clama a Dios, a veces sin saberlo, como la cierva que busca corrientes de agua. Y a veces sólo puede orientarse por un remoto murmullo de ríos.

El cambio de época vislumbrado por los obispos latinoamericanos en Aparecida, delinea paulatinamente algunos rasgos de su rostro. Y, como los virajes culturales más profundos, no son siempre los esperados. Demasiados intereses han lanzado sus anzuelos a la corriente, sin entender que los flujos vitales llevan su propio decurso. La realidad nos sorprende, perturbando los dictados del capricho. Resultará siempre, al final, que necesitamos abrirnos a algo nuevo, y que se reclamarán las mejores energías de la creatividad y la perseverancia.

La misericordia es siempre una ruta conveniente. La que aprende a vibrar con el que sufre y se solidariza activamente con él. Atrapa lo mejor de la humanidad, ayudándola a olvidarse de sus cuitas para concentrarse en lo importante. No puede ser ésta, sin embargo, la misericordia que perdona sin enderezar lo torcido, ni la que descuida lo genuinamente humano sacrificándolo en aras de una paz aparentemente fácil. La misericordia es agotadora, si se vive hasta el extremo. Es tremendamente demandante, si se asume como búsqueda plena de realización humana. Nos involucra totalmente, sin ceder espacios a la negociación y a la instalación, manteniéndonos, como peregrinos, a la intemperie, prosiguiendo un viaje con rumbo cierto, pero inapresable. Sabe siempre que debe continuar, y que pronto se abrirán nuevos capítulos.

El Papa Francisco, al convocar este tiempo santo, llamaba simultáneamente a despertar una experiencia y a suscitar un compromiso. La fe tiene el doble rostro de la esperanza y de la caridad. Se anima al intuir el futuro y se nutre de amor. Por eso la fe es misericordia. Confía impulsando la conversión y ensanchando la capacidad de entrega. Y sólo estos dos dinamismos, el de la transformación y el del deseo, han sido capaces en la historia de la humanidad de suscitar propuestas nuevas de humanismo.

El humanismo genuino no puede prescindir de Dios. Si lo hace, en realidad, deja el futuro en utopía y el deseo en fuego fatuo. Cristo nos enseña a ser personas, porque nos muestra simultáneamente, en su propio testimonio, la orientación del deseo y las posibilidades del horizonte. Al señalarnos una vida plena, un Reino, mostrándonos glorificadas las heridas de su sacrificio y haciendo surgir en nosotros una conciencia filial y una responsabilidad fraterna, encarna la misericordia cumpliendo el mejor rostro humano e invitándonos a realizarlo también en nosotros, con Él y por Él.

Las puertas de la misericordia se quedan abiertas para quien desee cruzarlas. Como a Tomás, el costado abierto del Señor sigue ofreciéndole las pistas de la auténtica sabiduría.

Foto: Rembrandt, Incredulidad de Tomás

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