En el acontecimiento guadalupano, el templo no es una variable accesoria. Además de la imagen misma, la narración y otros tantos elementos en juego, la “casita” es un referente obligado.

Así lo presenta el Nican mopohua desde la primera aparición. Dice María Santísima: “Mucho quiero yo, mucho así lo deseo, que aquí me levanten mi casita divina, donde mostraré, haré patente, entregaré a las gentes todo mi amor, mi mirada compasiva, mi ayuda, mi protección. Porque, en verdad, yo soy su madrecita compasiva”. Y se rubrica tras el milagro de las rosas: “Y al caer al suelo las variadas flores como las de Castilla, allí en su tilma quedó la señal, apareció la preciosa imagen de la en todo doncella Santa María, su madrecita de dios, tal como hoy se halla, allí ahora se guarda, en su preciosa casita, en su templecito, en Tepeyácac, donde se dice Guadalupe”.

La misma imagen, al jugar con los pictogramas que adornan los vestidos de la Niña y Señora, insinúan tanto el cerro como el templo, espacio de presencia sagrada que ha de suscitar una nueva civilización.

Es verdad que la Virgen se ha mudado varias veces. Pero como bien lo sabe la cultura mexicana, donde está la madre, ahí también está el hogar. Así, aunque ha habido varios edificios que han albergado la imagen, cada uno con su propia fisonomía y valor, el sentido mismo de la construcción no se adquiere sino hasta que es casa familiar en la que se tejen las relaciones nuevas, de familia. Muchos tienen en gran estima la antigua basílica, y con razón. Joya insuperable del barroco, representa con elegancia las proporciones del templo de Salomón, como recordando la presencia de una nueva sabiduría en nuestras tierras. En lo personal, tengo un vago recuerdo de haberla visitado siendo muy niño, aunque el impacto más fuerte lo recibí por la cantidad de gente que ahí se encontraba.

La nueva tiene un encanto particular. Independientemente del valor simbólico que hayan querido dar los arquitectos, y de la oportunidad que les brindaba la búsqueda de soluciones técnicas para construir en un lugar casi imposible, las insinuaciones son muchas, muy bellas y sugestivas. Es tienda del peregrino en el desierto, ayate que se despliega desde el cielo para presentar la imagen y el manto místico de la Virgen –la señora de la casa– cobijando y protegiendo al hijo. Es casa de familia, abierta sobre las necesidades del mundo, en la que todos los hermanos tienen cabida, y se nos muestra siempre al Hijo bendito que nos eleva al cielo, nos hace verdaderos hermanos y nos conforta con su presencia salvadora.

Algunos critican desde el punto de vista de la fenomenología religiosa que la imagen sea perceptible desde todos los ángulos de la basílica. Se perdería con ello el sentido de lo sagrado, a lo que se accede sólo paulatinamente. Lo cierto es que este elemento no desaparece, con el hecho mismo del acercamiento que se tiene hacia ella, sino también otorga un aspecto novedoso. Es la presencia de la madre, que se puede percibir en todos los rincones de la casa. Cuando ella está, toda la casa lo capta. Si ella estuviera ausente, los rasgos majestuosos del edificio se marchitarían. En lo personal, ese es uno de los elementos que más me fascinan. Aún desde fuera, se sabe con certeza dónde está la madre. Y, entonces, se puede orar.

Este 12 de octubre se han cumplido cuarenta años del traslado a esta casa. La descontinuada fiesta de la raza, polemizada como celebración de la hispanidad y auspiciada como búsqueda de un Pilar, el recuerdo inevitable de la llegada de Colón al nuevo mundo y coincidencias más sutiles de la vida personal, nos convencen de que la Providencia no deja de tejer la historia con detalles conmovedores y esperanzadores, incluso con sentido del humor. El hecho es que mientras María esté en esa casita, ésta seguirá siendo sagrada, y será tiernamente casa de muchos hermanos. Seguiremos haciendo fiesta, y continuaremos nuestra peregrinación hacia la casa del cielo, que ésta misma nos adelanta como un gentil abrazo. Como donde abundó el pecado sobreabundó la gracia, podemos seguir esperando, y debemos seguir caminando.

Foto: Manuel Arellano, Traslado de la imagen

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