¿Detener a Donald Trump a toda costa y morir en el intento?. Este es el dilema que enfrentan estos días los barones del partido republicano, mientras se ven arrastrados por el magnate hacia la destrucción. Un impaciente aspirante a la silla presidencial de la Casa Blanca que se lima las uñas y se comporta como un Hitler ante unos simpatizantes que le ven como la salvación, de la misma forma en que las polillas avanzan hipnotizadas hacia la luz sin percatarse de su trágico y abrasador final.

Las señales de alarma se han multiplicado en el curso de las últimas horas entre un liderazgo republicano preocupado ante el exitoso avance de Trump hacia la nominación presidencial. Las últimas encuestas le auguran un rosario de victorias en el llamado super martes en una docena de estados de la Unión que lo dejarán en la antesala de la nominación presidencial en julio próximo en la ciudad de Cleveland, Ohio.

Y ello, a pesar de su negativa a renegar del respaldo público ofrecido por David Duke, el ex líder del Ku Klux Klan y del uso de una frase atribuida al líder italiano fascista, Benito Mussolini, a través de su cuenta de tweet —“Es mejor vivir un día como león que 100 años como oveja”—.

Para muchos republicanos, la desmedida ambición de Donald Trump y sus nulas costuras como estadista, se han convertido en una pesadilla. Sus insultos a los inmigrantes, su pelea con el gobierno de México (el tercer socio comercial de EU), sus bravatas contra el Papa Francisco, sus amenazas contra la comunidad musulmana, sus promesas de reimplantar la tortura e incluso su propuesta de asesinar a las familias de los terroristas, lo han convertido en una amenaza no sólo para el partido republicano sino para la integridad de todo el sistema democrático.

En muchos sentidos, el liderazgo del partido republicano tiene hoy lo que se merece. Desde que John McCain decidió convertir a Sarah Palin, la ex gobernadora de Alaska, en su compañera de fórmula para contender a la presidencia contra Barack Obama en 2008, el partido liberó sin darse cuenta al genio extremista de la botella.

Desde entonces, el Movimiento del Tea Party ha avanzado desde el costado del partido para devorar al centro. Para convertirlo en una organización de extremistas apuntando contra los inmigrantes, aliándose con organizaciones de vigilantes que exigen la ampliación del Muro fronterizo con México, el aumento de agentes y la expulsión de 11 millones de indocumentados.

Para transformarlo en una cruzada contra todos aquellos que exigen poner un alto a la industria de las armas, para cortar la sangría de muertes violentas que se han convertido en una epidemia en cientos de ciudades de EU.

Recientemente, Donald Trump llegó al extremo de proponer la implantación de leyes libelo para castigar a medios como The New York Times y The Washington Post que se han pronunciado abiertamente contra su candidatura presidencial.

Es decir, mientras embiste contra la Primera Enmienda, que garantiza la libertad de expresión, defiende la Segunda Enmienda que consagra el derecho de los ciudadanos a portar armas.

En el curso de las últimas horas, el carácter de inevitable de Donald Tump parece haber llegado a un punto de inflexión. Los tímidos intentos por frenar su avance sólo le han hecho el caldo gordo. Los planes de los barones del partido para detenerle no sólo han llegado tarde, sino que son insuficientes.

Su demagogia, echando mano de viejas proclamas fascistas o consintiendo el respaldo disimulado de organizaciones supramacistas como el Ku Klux Klan —de las que renegó Ronald Reagan cuando apoyaron su candidatura presidencial—, se ha convertido en un peligrosa arma de doble filo que nadie parece capaz de contrarrestar y que representa la más seria amenaza contra los planes del partido republicano para recuperar la Casa Blanca.

Desde la cúpula del partido los planes para descarrilar su nominación sólo han caído en saco roto. El temor a una revuelta impulsada por Trump y sus incondicionales —incluidos personajes como el gobernador de Nueva Jersey, Chris Christie, a quien muchos consideran un vulgar oportunista y un traidor por haberle ofrecido su respaldo—, han sofocado los planes para decapitar al magnate.

El dilema que enfrentan hoy los republicanos no se podría entender sin los errores cometidos por el propio partido, que se dejó ocupar por la extrema derecha, pero tampoco sería posible de explicar sin el contexto.

En medio de la perplejidad y el desconcierto que nos embarga a miles de periodistas, quizá sea bueno echar mano de la biología para entender un fenómeno de naturaleza social que, en muchos sentidos, ha adquirido rasgos orgánicos.

Para nadie es un secreto que vivimos en una era en donde el centro político se encuentra bajo la presión de los dos extremos. En Estados Unidos tenemos a una extrema derecha que hoy externa sus temores y su enojo por la erosión de su identidad blanca y conservadora ante el avance de las minorías (hispana, negra, asiática, etc) en todo el país. Pero también, tenemos a  una izquierda que esta harta y frustrada con la clase política por la creciente desigualdad y una segregación rampante en los frentes económico y social.

Por ello mismo, tratar de detener a Donald Trump, que ha llegado para beneficiarse de ese descontento y frustración entre los dos extremos, parece una misión imposible. Una misión en la que los líderes del partido republicano se juegan no sólo su identidad, sino su existencia misma ante el avance de un millonario que, irónicamente, se ha convertido en el falso profeta de los jodidos y en el azote de una clase política que ha sido incapaz de frenar el movimiento insurgente de un Frankenstein creado por ellos mismos.

Google News

Noticias según tus intereses