Con puntualidad minuciosa ha llegado de nueva cuenta el cuarto jueves del mes de noviembre. Y con él, ese aluvión de pasajeros desbocados en terminales aéreas o ferroviarias. Ese éxodo masivo  de automovilistas cruzando de costa a costa de la Unión Americana con la intención de reunirse con sus seres queridos para conmemorar, en torno a una mesa, el Día de Acción de Gracias, uno de los más importantes rituales de la América profunda.

Una fecha marcada por ese frenesí consumista que sigue siendo la piedra de toque sobre la que reposa la vieja catedral del capitalismo estadounidense.

Como cada año, me he visto de nueva cuenta arrollado por las prisas y por los apretujones de esos consumidores que enloquecen bajo la Luna del Día de Acción de Gracias, un ceremonial familiar establecido a mediados del siglo XVII por quienes llegaron a colonizar (a sangre y fuego) lo que hoy es Estados Unidos.

Desde que el presidente George Washington declaró como fecha nacional el Día de Acción de Gracias en 1789, el objetivo primordial del Día de Acción de Gracias ha sido rendir homenaje a quienes fueron los primeros habitantes del Continente Americano. A esas tribus nativas que, en contra de lo que ocurre hoy, fueron capaces de socorrer a quienes huían de la persecución política y religiosa en Inglaterra para enfrentar la hambruna o sucumbir ante males y enfermedades en medio de uno de los inviernos más crudos.

Gracias a estos nativos, los colonos del Mayflower, unos separatistas religiosos que habían huido de una guerra de facciones al interior de la Iglesia protestante en Holanda e Inglaterra, fueron capaces de aprender nuevas técnicas para cultivar el maíz, para pescar en los ríos y a forjar alianzas con algunas tribus locales como los Wampanoag para no ser aplastados.

Irónicamente, la buena disposición de los nativos para recibir a esa oleada de inmigrantes que llegaron desde distintos puntos del llamado viejo mundo, permitió inaugurar la que sería una de las más importantes rutas de conquista del nuevo mundo y escribir el primer capítulo de un genocidio que quedaría eclipsado en los libros de historia de los vencedores.

Con el tiempo, esta práctica del Día de Acción de Gracias se transformó en una conmemoración de carácter más oportunista y secular después de que el presidente, Franklin D. Roosevelt, decidiera hacer caso a los comerciantes para convertirla, en 1939, en el hito inaugural de las ventas de Navidad y Año Nuevo.

Gracias a ello nació lo que hoy se conoce como el "viernes negro", el día en que millones de estadounidenses se lanzan en estampida para alimentar el viejo e insaciable demonio consumista y, de paso, vigorizar la confianza en sí mismos y en la alicaída economía en fase invernal.

De las experiencias que he tenido, como invitado especial para compartir la mesa con familias de queridos amigos en el da de Acción de Gracias, puedo atestiguar que casi todo se reduce a la idea de dar las gracias por un año de trabajo, salud y amor y para lanzar una plegaria en favor de los más desvalidos.

En los hogares de algunos amigos hispanos, esta tradición se le conoce como el día de “San Guivin", una forma caprichosa de traducir la expresión del "Thanks Giving" (o Acción de Gracias).

Una licencia cuasi literaria que ha permitido tender puentes entre una tradición de raigambre religiosa y origen europeo, con la imaginería y las tradiciones religiosas de los hispanos.

Hace poco, el congresista demócrata por Nueva York, José Serrano, me explicaba el origen de esta expresión:

“Desde los 50 en los barrios portorriqueños del Bronx los hispanos no podían pronunciar bien Thanks Giving. Y, por eso, poco a poco se fue quedando la expresión popular del Sanguivin que se extendió por todos los barrios hispanos de Nueva York y otras partes de EU” entre esa minoría hispana que, con el tiempo, decidió hacerla suya.

Para algunos, el da de “San Guivin" se ha convertido en sinónimo del viernes negro. Y, en consecuencia, en una especie de santo patrón de las rebajas que encandilan a millones en medio de un furor consumista. En una figura redentora que, una vez cada año, llega puntual para permitir que los más raquíticos bolsillos sean capaces de compensar, aunque sólo sea por unas horas, la diferencia abismal que hay entre ricos y pobres.

Al igual que millones, durante más de una década he tenido la oportunidad de sumergirme en la experiencia de un "viernes negro". De intercalarme entre esas filas que se arraciman desde antes de la medianoche frente a tiendas como Wall Mart, Macy´s, o Target. En muchas ocasiones he tenido la oportunidad de platicar con madres de familia que durante todo un año ahorran para poder adquirir en rebajas la ropa de sus hijos, los juguetes de Navidad, o los electrodomésticos que le facilitarán sus tareas o le servirán de entretenimiento.

A pesar de su innegable trasfondo consumista y las críticas de quienes insisten en presentar al viernes negro como una especie de bálsamo que mitiga el vacío existencial, tengo que reconocer que las compras de “San Guivin" o viernes negro tienen un poderoso efecto compensatorio.

Un suceso efímero donde la igualdad llega en forma de rebajas salvajes mientras redime el agravio de la injusticia social. Un poderoso recurso del capitalismo salvaje para mantener a raya el resentimiento de clase de aquellos que, por unas horas, tienen la oportunidad de pasar por ricos mientras se arrebatan la pantalla de más de 40 pulgadas o esa chaqueta que disfrazar durante toda una temporada la triste asimetría entre riqueza y pobreza.

Sólo por ello, los méritos de “San Guivin" van hoy más allá de las cifras de ventas .

Aunque los más de 12 mil millones de dólares en ventas proyectados por firmas como Shoppers Track en este 2015 han supuesto un ligero retroceso con años anteriores, aún así, las  ventas de fin de año siguen teniendo un considerable efecto económico y sociológico que permite mitigar la frustración y la actitud abroncada de aquellos que, al menos por unas horas, han podido olvidarse de sus trabajos precarios y de salarios cada vez más castigados para volver a gozar momentáneamente de esas rebajas que evocan los buenos tiempos.

Para recuperar la ilusión de tener los privilegios de una clase media empobrecida que ya no es ni la sombra de lo que era hace 40 años.

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