En las últimas semanas, se han registrado diez asesinatos de personas trans en el país.[1] Uno de los casos más visibles mediáticamente , que fue asesinada en la Ciudad de México, un viernes por la noche, mientras trabajaba. Su caso es ejemplificativo del problema: de cómo la discriminación que sufren las personas trans en su familia, en el trabajo y en la sociedad, en general, las margina y las expone a una vida de vulnerabilidad, precariedad y, por supuesto, violencia. Y de cómo el sistema –jurídico, al menos– es incapaz de hacerle frente a esta violencia: no solo no la previene –¿o qué políticas públicas existen para que las personas trans no sean discriminadas?–, sino que, una vez que ocurre, tampoco la sanciona. El caso de Paola, de nuevo, es ejemplificativo de ello: a pesar de que existían testigos de los hechos –compañeras de Paola y policías que llegaron a la escena y capturaron al hombre con la pistola en la mano–, el tipo salió libre por “falta de pruebas”. Y la impunidad, lo sabemos bien, garantiza que la violencia persista.

Todo apunta a que esta no es un fenómeno nuevo. En mayo de este año, la Clínica LGBT de la Escuela de Derecho de la Universidad de Cornell publicó en el que señala que ha habido una alza, de hecho, en los últimos años en la violencia que viven las mujeres trans. La violencia, señala el estudio, incluso parece ser una reacción a las conquistas de los derechos de las personas LGBT –especialmente al matrimonio igualitario–. En el backlash –que sin duda promueven grupos como el Frente Nacional por la Familia–, son las personas trans las que más lo padecen.

En el 2015, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos liberó en el que demostraba lo mismo: no solo en México, sino en toda América, existe una violencia sistemática que padecen las personas LGBTI, especialmente las mujeres trans (y los hombres gay). La violencia, además, tiende a ser de una crueldad horrorífica: tanto las golpizas, como los asesinatos vienen muchas veces acompañados de altos niveles de ensañamiento y crueldad.

El Informe de la CIDH llama a este tipo de violencia “violencia por prejuicio”, porque se explica por un contexto social que la propicia y valida por todos los prejuicios que tenemos sobre las personas trans. Estos prejuicios se manifiestan en cada una de las esferas de sus vidas, empezando por la familia. La familia debería funcionar como uno de los espacios en los que recibimos cobijo, comida, techo, ropa, cariño, sustento. Para muchas personas, así funciona. Pero para las personas trans, no es así: es de ahí de donde son expulsadas, desde jóvenes, quedando expuestas a una vida de precariedad. La oportunidad que tienen de desarrollarse queda mermada, ya que, por ejemplo, en lugar de estar estudiando, tienen que encontrar un albergue y un trabajo para subsistir. En esas condiciones, ¿qué clase de vida pueden desarrollar? La discriminación, por supuesto, no termina en la casa: se perpetúa en las escuelas y en el trabajo, en donde si es que logran ingresar y permanecer ahí –y esto es un gran si–, la violencia persiste. Uno de los resultados de esta discriminación, según el estudio, es que la expectativa de vida de las mujeres trans en el continente es de 30 a 35 años de edad.

Hago referencia al Informe de la CIDH porque apunta a una idea básica: si queremos hacerle frente a esta violencia, no va a bastar mejorar el sistema de acceso a la justicia para las personas trans. Por supuesto que eso es parte de la agenda: cuando estos crímenes ocurran, es necesario que la maquinaria legal funcione para investigarlos y sancionarlos debidamente. Pero la gran interrogante es: ¿qué tenemos que hacer para que el número de personas que estén expuestas a esta violencia, para que la vulnerabilidad provocada por la discriminación se disminuya? Es necesario atacar la discriminación en todas las esferas de la vida, empezando por las mismas familias.

Una de las constantes en el tema de la violencia de género es que esta ocurre en la casa. Es ahí donde se justifica, es ahí en donde se perpetúa. Sean las víctimas las mismas niñas o mujeres cisgénero –abusadas y violentadas por sus padres, tíos, primos, hermanos– o las niñas y mujeres trans –vaya: cualquier persona que desafía los mandatos de género–, el problema de la violencia al interior de la familia por el género es constante. Y es necesario descifrar, como sociedad, cómo vamos a propiciar ambientes familiares menos violentos y más respetuosos. El derecho penal ha sido la respuesta histórica a este problema, pero queda claro también que es insuficiente.

Lo mismo ocurre tratándose de las escuelas y de los trabajos. Nuestros esfuerzos no se pueden quedar en la violencia que ocurre en las calles, sino que tienen que abarcar la esfera privada. Tenemos que garantizarle a las personas espacios para que puedan vivir dignamente, para que se puedan desarrollar plenamente. De lo contrario, nos la pasaremos tratando de atacar el síntoma –en el mejor de los casos–, sin ir a la raíz de todo: la discriminación estructural que se perpetúa en el día a día en todos los espacios. Y para provocar un cambio estructural así, insisto, no solo es necesario abarcar todos los espacios en la que esta ocurre, sino recurrir a herramientas de políticas públicas que vayan más allá de la simple sanción.

En mayo de este año, el Presidente Enrique Peña Nieto propuso un paquete de reformas para garantizar los derechos de las personas LGBT. La iniciativa de reforma de la que más se ha escrito es la constitucional, pero creo que es la que, en el contexto actual, es la menos importante. Lo fundamental es que prometió girarle una instrucción a toda la administración pública federal para erradicar la discriminación que sufren las personas LGBT dentro del ámbito de sus competencias. ¿Qué forma parte de la administración pública federal? (¿Qué no?) Desde la Secretaría de Educación Pública, que debería estar viendo la manera de garantizar que los niños, niñas y adolescentes LGBTI puedan tener una educación libre de discriminación, hasta la Secretaría de Trabajo, que debería estar viendo la forma de hacer del derecho que tienen las personas a no ser discriminadas en el trabajo por su orientación sexual o identidad de género una realidad. Está la Secretaría de Salud, el IMSS, el ISSSTE, el Seguro Popular. El INFONAVIT. La Sedesol. Vaya: hasta el mismo DIF, que tiene como uno de sus ejes la protección de niños, niñas y adolescentes en situación de vulnerabilidad –lo que incluye a los niños y niñas LGBT–. Educación, techo, comida, trabajo, salud: la administración pública federal tiene a su cargo tanto de lo básico que necesitamos las personas para vivir dignamente y desarrollarnos. La pregunta es: ¿cómo están incorporando el mandato del Presidente, que, en realidad, es el mandato de la Constitución?

[1] El registro es a partir de un análisis de notas periodísticas. Puede haber más casos que no se hayan detectado. En “” de Fabrizzio Guerrero Mc Manus y Leah Muñoz Contreras pueden encontrar más información sobre estos casos.

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