Por Ángeles Luna

Hacía pocos minutos que aquella bengala había cruzado las alturas como señal para dar inicio a una impetuosa lluvia de municiones. Desde que la luz rayó el cielo, Leonardo se había tumbado en el piso, a los pies de una unas escaleras que se había encontrado en su huida. En la boca tenía el sabor de la tierra mezclada con sangre, sus manos cubrían su cabeza a pesar del temblor que el miedo les provocaba, y su cuerpo se confundía con otros tantos que yacían inertes a su alrededor. Cuando dirigía la vista al suelo, veía claramente la sangre avanzar entre las brechas de las piedras, rodeando los dientes de león que a fuerza del peso del suelo, se abrían paso para respirar.

Frente a Leonardo, un soldado herido permanecía de espaldas al piso; su respirar era lento y el fusil que poseía, probablemente ya descargado, reposaba sobre su estómago. El militar, joven a diferencia de otros, no reflejaba el miedo de la muerte en sus ojos, en realidad, su semblante poseía un velo de pena.

Por un breve instante, Leonardo y el soldado cruzaron sus miradas. Ambos se reconocían en el otro; semblante joven, los ojos llorosos y el mismo sentimiento de lobreguez. El soldado abrió los labios en un vano esfuerzo por pronunciar palabra, y con lentitud alzó su mano con el dedo índice estirado para señalar los edificios que se escondían uno detrás de otro en un laberinto de posibles salvaciones. Justo en ese momento, una nueva ráfaga de fusiles se dejó escuchar, esta vez más cerca de donde Leonardo y el soldado permanecían tendidos. Sobre ellos cayó una pareja, un hombre y una mujer que tropezaron con el desnivel de las escaleras, el hombre se levantó con rapidez para continuar la marcha pero al jalar la mano de su compañera no obtuvo respuesta.

De entre la falda de la mujer, Leonardo asomó la cabeza y vio ante él a un hombre consternado que trataba de jalar un cadáver, viró la vista hacia el soldado y se encontró con unos ojos fríos. En un arranque de adrenalina, Leonardo se paró a toda prisa y se llevó a aquel joven pasmado. Corrió sin dirección dejando tras de sí la plaza y los tanques militares. Avanzaron sobre los cuerpos caídos, varios ya sin calzado y otros tantos sin un rostro reconocible. Brincaron entre los arbustos de la jardinera de la unidad, esquivando cualquier obstáculo; Leonardo sólo quería llegar a una calle abierta y pedir auxilio, aunque no sabía realmente a quién.

Cerca, vislumbró un edificio al cual entraba gente por montones, una posible salvación; en un segundo impulso se dispuso a apretar su carrera, pero frenó a causa de una fuerza que se oponía a la suya: un soldado, más robusto que él, tenía sujeto al hombre que venía jalando de la mano. Titubeó un segundo y lo soltó. Sabía que ya nada podía hacer, así que echó a correr lejos de aquellos dos, a sus espaldas distinguió de entre todos los gritos el decir de un hombre histérico que se deshacía la garganta con la consigna “Tú también eres pueblo”.

¿Cuántas veces no había escuchado y visto aquel lema escrito, y otros tantos en los meses pasados? Hasta hace unas semanas, creyó que el movimiento del que era partícipe tendría una resolución idónea, que la tensión que se había formado entre huelguistas y el gobierno cesaría. Mientras deambulaba entre los edificios, Leonardo se lamentaba tal ingenuidad. Todo había resultado diferente. Estalló en luces rojas que atravesaron el cielo como un cometa de mal augurio; reventó en las bocas de las bazucas que volaron puertas en los edificios de Tlatelolco. Leonardo no creyó jamás ver correr la sangre del hombre por el hombre, no creyó que una huelga estudiantil pudiera provocar tanta violencia. Pensó entonces que los hombres que rayaron el cielo no merecían ser llamados “hombres”, pensó que eran menos que eso por esconderse detrás de tanques del ejército para defenderse de pancartas de papel.

Leonardo ya caminaba con lentitud. No sabía hacía cuánto tiempo que huía. Su paso se volvió pesado, y su preocupación disminuyó al notar que ya nadie lo seguía. Con trabajos caminó hacia una escuela primaria con las luces encendidas; en las paredes dibujos de niños adornaban el edificio, éstos llevaban como título “Cuando sea grande”. Leonardo veía las caricaturas de los pequeños vestidos de profesionistas, contempló a un doctor, una enfermera, un aviador, y un coronel que en su globo de diálogo rezaba “Yo quiero: proteger a la gente”. Leonardo caminó hacia el portón de la escuela para pedir ayuda, acaso fuera la mano del intendente. Quiso correr pero algo le dificultaba la respiración. Un mareo se apoderó de él, apresuró el paso y al tocar la puerta, su cuerpo se desplomó con las manos por delante dejando en el zaguán un brochazo de color escarlata sobre la puerta verde del colegio.

II

Desde una ventana, en un edificio alejado de la Plaza de las Tres Culturas, una mujer soltera se ocultaba detrás de sus pesadas cortinas. Asustada por el ruido, pasó la noche en vela, rezando porque nadie llamara a su casa. En sus nerviosos paseos por la casa, se asomaba por la ventana frecuentemente para saber cuál era el origen de tanto caos. Escuchó cerca de una hora disparos hacia todas direcciones, gritos y sus respectivos ecos retumbar por los pasillos de la unidad. Por enfrente de su ventana vio algunos muchachos pasar a toda velocidad; tropezaban y tocaban con desenfreno las puertas en aquel mundo de condominios, pero nadie les había abierto la puerta.

Durante algunas horas había cesado el tránsito de personas cerca de su casa, una media hora después, en intervalos de diez minutos aproximadamente, había visto varios escuadrones del ejército rodear el área una y otra vez. Ella no sabía lo que ocurría en realidad, pero su cuerpo crispado le susurró un “Dios mío” cuando vio al último pelotón pasar por su casa en aquella noche húmeda.

Eran dos camiones, uno de redilas y una pipa de agua. Dos soldados bajaron del camión y se dirigieron hacia la escuela primaria que se encontraba enfrente de su casa. Alzaron un bulto por sus extremidades y lo subieron al camión de redilas y avanzaron silenciosamente hasta desaparecer entre los edificios. La pipa tardó unos cuantos segundos más en irse, primero limpió con una manguera de presión la sangre que aquel bulto había dejado como testimonio de su existencia.

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