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A Clint Eastwood le gustan los héroes. Si nos fijamos en su obra enfrente y detrás de la cámara nos daremos cuenta de que suele dirigir películas sobre ellos y de que construyó su fama interpretándolos. Incluso podemos pensar que le gusta la idea de ser uno. Su regaño a una silla vacía hace unos años puede ser ridículo; reprobable, incluso, para los fanáticos liberales, e inolvidable para los fanáticos conservadores, pero fue una pose significativa de lo que quiere representar el viejo actor y director: un protector agresivo de los ideales de la nación. Aquella noche fue como si el cascarrabias de Gran Torino (2008) se hubiera apoderado de Eastwood para condenar al liberalismo burgués de lo que acabaría provocando en la elección pasada. Sus declaraciones recientes no muestran tanto una afinidad con Donald Trump como con la gente que votó por él: los everymen, los hombres comunes.
Independientemente de la inestable afiliación partidista de Clint Eastwood —en otras ocasiones se ha inclinado por los demócratas y los libertarios, y es abiertamente pro-aborto, pro-gay y anti-armas—, su filmografía en los últimos años refleja esta consciencia popular aun en la malentendida y mal apropiada Francotirador (American Sniper, 2014). En su intento por comprender al hombre común, protestante, conservador y armado, muchos pensaron que Eastwood estaba haciendo una apología de la guerra en Irak, cuando sólo intentó acercarse a un grupo que le parece una víctima más de la cultura bélica estadounidense: el soldado. Nadie denuncia al demócrata Bruce Springsteen por dedicar conciertos a los veteranos ni habría por qué hacerlo. Él es un trovador rockanrolero que trabaja también para el hombre común. Eastwood simplemente no tuvo la destreza suficiente para comunicar su intención en Francotirador. Peor aún: cometió errores serios —como vestir al antagonista de negro— que de alguna manera contradijeron sus verdaderas intenciones.
En una decisión mucho menos controvertida —quizá deliberadamente— Eastwood se enfoca en su nueva cinta, Sully (2016), en la historia de un héroe civil, el capitán Chesley ‘Sully’ Sullenberger (Tom Hanks), que salvó a 155 pasajeros de su aeronave cuando hizo un aterrizaje forzoso en el río Hudson. La película comienza cuando Sully es cuestionado por un comité investigador después del incidente y así Eastwood introduce su tema: la burocracia como estorbo para el heroísmo. Es cierto que hay un elemento melodramático muy importante en la trama de Sully. Fácilmente podríamos reducirla a la historia del hombre que lo hacía todo bien, pero la cinta no es una exploración psicológica del héroe ni tampoco un elogio inacabable a la Oliver Stone. Mientras que el director de Snowden (2016) termina con una estampa casi religiosa de san Edward mirando hacia el horizonte mientras una luz delinea su perfil y la orquesta nos conmueve a la fuerza, Eastwood elude muchos de los clichés de la película heroica y permite que la acción misma del capitán Sully demuestre el tesón del personaje y su conexión fundamental con sus colaboradores y rescatados. En buena medida, la película nos habla del héroe como una suma esencial de su sociedad.
Hacia el final de la cinta, un personaje le dice a Sully que él fue la variable que salvó el día. Con parquedad Sully responde: “Fuimos todos”. Esta frase pareciera no tener otra relevancia que mostrar una cualidad más del protagonista, su humildad, pero si miramos las escenas que se desarrollan en el día del acuatizaje nos daremos cuenta de que hay un sentido profundo en esas palabras. En distintos momentos, y de manera similar a lo que hace Luis Buñuel en La vía láctea (La voie lactée, 1969), la cámara abandona al protagonista y comienza a seguir a otros personajes del reparto: pasajeros en una tienda donde Sully compra su almuerzo o viajeros que llegan con retraso al avión; azafatas que dan las insoportables instrucciones de supervivencia en caso de un accidente o el copiloto de Sully, Jeff Skiles (Aaron Eckhart), amigo, discípulo y fanático del capitán. Eastwood, a pesar de su intenso individualismo, nos muestra que la acción de Sully, por un lado, es la salvación de los otros, pero por el otro es un apéndice de la cotidianidad: una ola más —aunque de mayor relevancia— en un mar de acciones. Sin sociedad no hay héroe.
Aunque es evidente la admiración de Eastwood por Sully, hay una sobriedad en su estilo que sobrepasa el romanticismo de, digamos, la celebrada Golpes del destino (Million Dollar Baby, 2004). En aquella película sobre una boxeadora paralizada que recibe la compasión en un acto de eutanasia, el fondo musical constantemente resalta las emociones que la audiencia debería sentir por su cuenta. Las imágenes de la campeona entrenando y triunfando conmueven porque están diseñadas para hacerlo. Sully, por el contrario, no tiene imaginería particularmente heroica. Durante el choque no hay contrapicadas que exalten la imagen de Sully y la banda sonora de la mayor parte de la película es el silencio. El rostro de Tom Hanks refleja más angustia por la hipoteca y la posibilidad de perder su trabajo que un estoicismo All-American que lo afirme como el ideal del patriota. Y ahora que toco ese tema, es difícil encontrar referencias directas a lo americano, a pesar del patrioterismo del que algunos acusan a la película. A lo sumo recuerdo una bandera que aparece al fondo de una calle neoyorquina mientras Sully y Jeff discuten su situación. No está al centro del cuadro y difícilmente se le puede acusar de nítida.
Quizás habría sido mejor que Eastwood añadiera la profundidad psicológica que caracteriza a sus personajes pero en el fondo no hay mucho que saber del protagonista. Lo poco que hay lo ilustran brillantes secuencias de evocación en que Sully recuerda algo a partir de un objeto o una mención. El resto de su vida interna es el triunfo de Tom Hanks, que abandona el carisma en favor de una modesta pesadez. Ser un héroe, nos quiere decir junto con su director, es un trabajo pesado, pero al menos es uno que no se hace solo.