Afuera del Palacio de Bellas Artes no ha dejado de llover. Una gran carpa cubre a reporteros y celebridades que juegan, como cada año, al glamour de la alfombra roja. Nada les impide llegar de frac, traje o vestido largo. Siempre hay forma de posar y sonreír, así sea bajo la incesante lluvia, así sea bajo la tormenta presupuestal.

Y es que la entrega 59 del Premio Ariel (como la anterior y la anterior a esa, y así al infinito) se ha visto castigada por el recorte presupuestal. Pero esta vez la severidad del ajuste es indudablemente extrema. Pasó de 10 a 3.5 millones de pesos. Semanas antes del evento no estaba claro si la sede sería Bellas Artes (como es lo usual) o los Estudios Churubusco, para ahorrar costos. Al final, la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas (AMACC) hizo malabares para que aún con la lluvia, los relámpagos y el viento en contra, se llevara a cabo la ceremonia de entrega del premio Ariel.

El vestíbulo principal de Bellas Artes es el resumen perfecto del cine nacional. Hay de todo. Desde ilustres desconocidos en trajes que van de lo elegante a lo improvisado. Señoras de vestidos largos, escotados, algunos de buen gusto y otros no tanto. Técnicos que van de un lugar a otro. La burocracia del cine nuestro vestida de gala. Chile, mole y manteca. También estamos los colados, que vemos todo desde algún rincón alto. Por ahí pasan figuras como Diana Bracho, Claudia Ramirez, Ludwika Paleta, Cecilia Suárez, Vanessa Bauche y muchos más que ni usted ni yo sabemos sus nombres pero que, si hay suerte, los reconoceremos por alguna película.

No es lo mismo ver los toros desde la barrera que estar ahí mismo, en Bellas Artes. Si en otros años a la prensa la dejaban afuera, mojándose con la lluvia, este año hubo incluso chance de que algunas butacas fueran reservadas para la crítica de cine de este país. Acepto la invitación principalmente por lo inusual de la misma. Y lo hago bajo la conciencia de que, muy probablemente, me aburriré de lo lindo. ¿Por qué habría sido distinto a las muchas otras veces que he tratado de seguir la ceremonia por televisión, en transmisión diferida cinco días después?

Lo que encontré definitivamente fue una sorpresa. La ceremonia (producida por Daniel Giménez Cacho) hizo gala de creatividad sin que necesariamente implicara una derrama fuerte de producción y tecnología. El escenario, simple, con una larga barra donde posaban todos los Arieles por entregar. Abajo del escenario dos elementos en principio discordantes. A la derecha una batería, a la izquierda una mesa con una cámara. El truco era que la batería acompañaba los discursos y las cortinillas de presentación (a lo Birdman), y en la mesa, dos reconocidos ilustradores (Alejandro Magallanes y el Dr. Alderete) hacían ilustraciones rápidas y animaciones con papel, anunciando cada categoría. Sus dibujos se veían en la enorme pantalla arriba del escenario. La idea era sumamente original y divertida.

Y ese pequeño detalle hizo la diferencia. Ese detalle combatió el hastío que podría haber provocado una ceremonia que innecesariamente se prolongó por casi tres horas. Una ceremonia que mostró las taras, filias y fobias de una industria que aún no logra conectar con su público.

Y es que en definitiva es un despropósito que la cinta más premiada de la noche sea una que no ha visto nadie, ni siquiera (y esto no es broma, fue mencionado por un par de actores de la misma) aquellos que participaron en ella. La Cuarta Compañía, de Mitzi Vanessa Arreola y Amir Galván Cervera se llevó diez premios. Una exageración que hacía ridícula y predecible la entrega. ¿Realmente es tan buena? Ni como saber. De hecho, los presos del penal de Santa Martha (donde se filmó parte de la película) podrían tener una proyección antes incluso de que la película llegue a salas comerciales. En una de esas Javidú la ve antes que nosotros.

Pero si en vivo Magallanes y Alderete (y el de la batería, cuyo nombre no recuerdo) nos salvaron del aburrimiento, por televisión la historia era diferente: la transmisión no hacía lucir el escenario, las presentadoras hacían evidente su falta de práctica en eso de cantar premios, y algunos de los ganadores agradecieron hasta al perro, haciendo aún más tedioso todo el numerito.

Se notaba pues, una falta de disciplina absoluta. Y es que si bien la Academia quiere usar estos premios como un foro para decir cosas (casi siempre quejas contra el gobierno) no está bien que dispongan así del tiempo tanto de los asistentes como de los que siguen por televisión. Hace falta un director de escena que dicte los tiempos, que previamente siente cerca a los ganadores y que -¡por dios!, evite la pena de que le den el premio a alguien que ni siquiera está presente, como fue el caso al premio a Mejor Película Iberoamericana.

El discurso en los Arieles no ha cambiado. La actriz Dolores Heredia, en su calidad de directora de la Academia, recurrió a los mismos argumentos de siempre: el problema no es nuestro cine, el problema son los demás. El problema es el gobierno, la falta de apoyos, el desdén oficial hacia la cultura. Y si, tiene razón, pero cada año es la misma cantaleta, cada año es el mismo reclamo, cada año son ustedes, no nosotros. Cada año es la culpa del gobierno, de los exhibidores, de Spider-Man y de los Transformers. Pero no hubo una sola palabra al hecho de que se premiara a una cinta que no se estrenará sino hasta 2018. Usar la tribuna de los Arieles para despotricar contra el gobierno es otra, muy efectiva vía, para perder público. Tanto de la transmisión como del cine mismo.

Mejor que las películas hablen. En uno de los mejores momentos de la noche, Tatiana Huezo, ganadora por mejor dirección y mejor documental, Tempestad, lanzó un discurso sobrio y elegante que, con justa razón dada la temática de su película, era también una llamada de atención. “A veces me pregunto si lo que hago sirve para algo […] y entonces me acuerdo de los abrazos largos, amorosos, solidarios con nuestras dos protagonistas.  Lo que hacemos los cineastas ayuda a compartir el dolor y el amor de otro ser humano, porque los cineastas sabemos mirar, contar historias desde la dignidad de esos que nos comparten su dolor y esperanza, y esto que hacemos es también una forma de resistencia. Es una forma de decir no. No dejemos que nos hagan creer que todo está perdido. ¡NO!”

Y si, no todo está perdido. Si antes el Ariel era una fiesta de solo tres películas, ahora ya se puede hablar de competencia. Si antes era una ceremonia fría, ahora ya podemos hablar de una producción que sin ser onerosa fue inteligente, creativa. Falta que el Ariel entienda que la ceremonia es también un programa de televisión, que no permita que los ganadores se tarden horas en sus discursos, que planee bien las entradas y salidas, que ensaye con los presentadores, que le baje a los discursos y que mejor celebre el cine.

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