En algún momento de Louder than Bombs, uno de los personajes explica la importancia de la edición en las imágenes: si ocultas un fragmento de una fotografía, su significado se torna distinto a cuando se muestra la escena completa.

Esta idea es el eje central sobre el cual gira la más reciente cinta del noruego Joachim Trier (si, al parecer es pariente de Lars von Trier), la exploración de un personaje, en este caso una mujer que fallece en un terrible accidente automovilístico, a partir de la familia que deja: un par de hijos adolescentes y su esposo, quienes aún a pesar del paso del tiempo, cargan con el recuerdo, siempre doloroso, de la madre ausente.

Isabelle (magnífica Isabelle Huppert) es una fotógrafa de guerra que ha visto el dolor y la tragedia de frente. En casa le esperan su marido (Gabriel Byrne) y sus dos hijos adolescentes, Jonah (Jesse Eisenberg) y Conrad (Devin Druid). La constante ausencia de Isabelle a causa de su trabajo duele por partida doble, no sólo no está presente sino que todos saben que está siempre rozando el peligro.

La muerte acecha pero llega de maneras extrañas. Isabelle fallece no por una bala o una bomba en medio de la guerra, muere cerca de casa en un accidente de tráfico, o al menos así lo recuerda en su memoria, una y otra vez, Conrad, como tratando de convencerse de la realidad, ¿o será acaso que ese recuerdo no es sino apenas una parte de una fotografía más completa?

El todo por las partes. Bajo la premisa de que las cosas no son como sucedieron sino como las recordamos, Trier armará el rompecabezas de los recuerdos de esta familia no sólo para intentar completar el retrato de quien era Isabelle, sino para también descubrir la verdadera faz de cada uno de los integrantes de esta familia fragmentada por la tragedia.

Para ello, el cineasta echa mano de un montaje sumamente cuidado que nos permite ver no sólo lo que ocurre en la realidad, sino también en la mente de los personajes. De pronto, la narrativa da un salto, ya no estamos en el presente sino que vemos en pantalla -cual flashback introspectivo- lo que los personajes están pensando, recordando y soñando; un juego donde el pasado se mezcla con el presente en una especie de sinécdoque de la memoria cuyo flujo de recuerdos se transforma en un flujo de imágenes sumamente cuidadas y efectivas. No hay límite en los recursos: desde una carta que se torna en pequeño videoclip, una voz en off que arrebata la secuencia usual de imágenes, un corte a negros sostenido (y recurrente) hasta incluso un close-up al rostro siempre expresivo de Isabelle Huppert cuya mirada rompe la cuarta pared en una imagen que se mantiene por casi medio minuto.

Con toda congruencia, Trier incluso se da el lujo de repetir viejos trucos: en su ópera prima, Reprise, el director reiniciaba la película una y otra vez para mostrar las distintas posibilidades e implicaciones de una misma historia (un par de amigos que buscan convertirse en grandes escritores). Aquí, la película pareciera reiniciar al menos tres veces, cuando la historia comienza a plantearse desde el punto de vista de cada uno de los personajes, como si cada uno de ellos tuviera su propia película dentro de la película.

En una época donde el abuso del plano secuencia (real o trucado) se ha convertido en casi un vicio, resulta refrescante que un cineasta apueste justo por lo contrario, por la edición fragmentada no como un recurso derivado de la falta de oficio e imaginación (Michael Bay), sino como una forma narrativa que provoca al espectador, que crea atmósferas, que genera discurso, que juega con el espacio, y que -tal vez lo más importante- atrapa la atención haciendo de esto una película difícil de ignorar: por lo pronto se cuela ya en mi lista de lo mejor del año.

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