Cuando yo era un niño (hace ya algunas décadas) visité varias veces la redacción de un importante diario nacional. El lugar carecía absolutamente de glamour alguno, al contrario, se sentía como estar en medio de un huracán: decenas de escritorios atestados de papeles, teléfonos que no dejaban de sonar, humo de cigarro, el ir y venir de periodistas y reporteros que discutían cosas para mi incomprensibles pero que parecían enormemente relevantes, todo ello inundado con el glorioso ruido del interminable tundir de las teclas en aquellas máquinas de escribir mecánicas, ahora en desuso.

Pido disculpas por este lapsus en la memoria personal, pero es que justo esos recuerdos regresaron a mi mente con las primeras escenas de Spotlight, el quinto largometraje del director y escritor Tom McCarthy sobre la historia que publicara, a principios de 2002, la sección Spotlight del periódico Boston Globe sobre el abuso sistemático a niños por parte de varios curas de la iglesia católica.

Y es que McCarthy despoja de todo glamour el oficio del periodista. A diferencia de All the President’s Men (Pakula, 1976), aquí no habrá paranoia ni tampoco sensacionalismo. No habrá personajes misteriosos que te citan en un estacionamiento oscuro y los reporteros tampoco serán adalides de la libertad de expresión comprometidos con “la verdad”; aquí se trata simplemente de profesionales que hacen su trabajo como debe ser.

Estamos en un lugar que hoy, en la era de los memes y las notas inmediatas, parece extraño: una unidad de investigación que se toma su tiempo antes de publicar nada, que revisa exhaustivamente los hechos, corrobora los datos, busca en las bibliotecas, va a las fuentes, hace las preguntas pertinentes y que puede tardar meses o años antes de publicar una sola cosa. Es periodismo, llano, sin dramatismos, metódico y sistemático.

La historia inicia con la llegada de un nuevo editor, Marty Baron (Liev Schreiber), quien sugiere al jefe de la sección, Walter Robinson (Michael Keaton), investigue sobre una denuncia por abuso sexual a menores en contra de un cura. La pregunta: ¿será un caso aislado o habrá otros más?

El equipo de Robinson (interpretado por Rachel McAdams, Mark Ruffalo y Brian d’Arcy James) comienza a trabajar con algo de escepticismo, y es que si bien nunca es buena idea ir contra la iglesia, en Boston mucho menos, dado el arraigo de la institución en la vida diaria de la ciudad. Poco a poco la cloaca se irá destapando, de 1 a 13 y luego casi 90 curas inmiscuidos en casos de abuso sexual a menores.

Si bien las cifras son de por sí escandalosas, el momento donde la cinta muestra el verdadero impacto de este crimen en la sociedad es cuando los reporteros entrevistan a  las víctimas, adultos con el alma mancillada que buscan justicia, que buscan que sus historias se conozcan y que se apunte a los responsables, que siguen libres y sin cargos.

Es ahí donde los reporteros, y nosotros, entendemos la gravedad del caso. Es ahí donde los reporteros dejan de ser los profesionales que vemos al principio de la cinta permitiendo que las emociones les ganen: quieren publicar lo que hasta el momento han encontrado, aunque el reportaje no esté listo. Y es justo aquí donde sale a relucir otra figura cada vez más en desuso en los medios actuales: el editor. A Walter Robinson le toca la agria tarea de calmar los ánimos y enfocar los esfuerzos. Se trata, dice con razón, no de exponer a personas sino de denunciar todo un sistema de abusos que queda impune. Se trata de que se rindan cuentas y no todo quede sepultado en papeles y en investigaciones huecas (¿les suena familiar?).

Drama, thriller y película de procedural, Spotlight retrata como pocas cintas el oficio clásico del reportero, sin adornarlo con una falsa gloria pero sin minimizar el impacto que tiene un buen trabajo periodístico en la vida de la sociedad. Nadie en Spotlight hace las cosas por premios o por la fama, lo hace en primer instancia porque es su trabajo y en segunda porque entienden la importancia de ese trabajo, entienden la importancia de no guardar silencio, de exponer, de denunciar.

Hay quienes creen que esto no es más que una película romántica sobre un medio (la prensa escrita) en vías de extinción. Decir eso es casi como decir que el periodismo está muerto, y me niego a creer que el periodismo sea reemplazable por memes, por listados o por pseudo entrevistas a modo que hagan actores de hollywood a poderosos narcotraficantes.

Bowie: la orfandad súbita.

Cuando en 1999 se dio a conocer la noticia del fallecimiento de Stanley Kubrick, esto sucedió apenas días después de que entregó a la Warner Brothers el corte final de su última cinta, Eye Wide Shut, misma que en su momento fue vilipendiada por la crítica pero que con el tiempo ha encontrado su justa medida entre las cintas de Kubrick: es sin duda una de sus obras maestras.

Si bien es cierto que la muerte llegó de manera inesperada para Kubrick, no deja de ser al menos curioso que otro genio, David Bowie, hiciera -aunque con premeditación- lo mismo que Stanley: entregar un último trabajo apenas días antes de su muerte.

Es una casualidad, pero me gusta pensar que ciertos genios se van así, planeando su partida con lo mejor que pueden dar, que no es sino su obra.

El problema es, claro, que nosotros nunca estamos listos para la partida de los genios. Su muerte nos deja en la orfandad más absoluta. Es complicado hacer entender a la gente por qué la muerte de alguien que ni conocemos nos afecta tanto. Así sucedió con Kubrick, y así sucede hoy con Bowie.

Una de las definiciones que más me gusta sobre Bowie la da el escritor Paul Morley: “Bowie es el equivalente humano a Google, un portal mediante el cual puedes entrar a un mundo sorprendente y mucho más amplio”. Justo tal vez por ello nos perturba su ausencia, porque su música fue nuestra brújula, emocional y cultural. Porque su presencia en la tierra nos apuntalaba y minimizaba: era increíble el viaje, pero a la vez nos abrumaba lo grande que era en comparación a nosotros, simples mortales que sólo escuchamos sus discos.

Bowie hizo del cambio su única religión, pero ese cambio hablaba más de un artista que no podía contenerse, de ahí que su influencia no sólo se limite a la música sino que pase por la moda, el diseño, la cultura digital (su entendimiento antes que nadie del internet y sus posibilidades), el cine, las finanzas y el lenguaje audiovisual (revisen sus videos, colección mucho más interesante que su cine).

Su paso por el cine parece más experimento y capricho. Lo cierto es que nunca fue un gran actor. Se rescata sin duda su cast magnífico como Thomas Jerome en The Man Who Fell to Earth (1976), su elegante personalidad vampirica en The Hunger (1983) y su agradecible cameo en Zoolander (2001).

Pero de su paso por el cine me quedo con tres piezas, dos de ellas bastante sutiles. La primera, The Heart's Filthy Lesson como cierre del ya clásico de David Fincher, Se7en (1995), pieza de acompañamiento perfecta a la desazón absoluta con la que te deja el filme.

Segunda: los créditos finales de Memento (2000) con Something in the Air, canción que le da otra dimensión a uno de los filmes más interesantes de Christopher Nolan. Memento no sería lo mismo sin ese Bowie del final/principio.

Y tercero: su cuasi cameo como Nikola Tesla en The Prestige (2006), el genio interpreta a otro genio.

Bowie se fue de una manera hermosa, con Blackstar como último capítulo de una carrera prodigiosa. El mundo parece un lugar menos amigable sin él, pero al menos queda la música, quedan los recuerdos y quedan las estrellas.

@elsalonrojo

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