En algún momento de Hilda, ópera prima del mexicano Andrés Clariond, la adinerada Sra. Le Marchand, que en sus juventudes habría sido parte de los movimientos estudiantiles del 1968 en Tlatelolco y que ahora por alguna vuelta irónica del destino se ha convertido en una ricachona con tremenda casa (la Casa Prieto de Luis Barragán en San Ángel) producto de haber contraído matrimonio con algún poderoso empresario, observa en el televisor un clásico de Pedro Infante: Escuela de Vagabundos (González, 1955).

La referencia no es gratuita, al contrario, en aquella disparatada y efectiva comedia, otra ricachona, Emilia Valverde (Blanca de Castejón) tenía como manía personal darle asilo y trabajo dentro de su mansión a todo aquel vagabundo que tocara la puerta, no sólo en un afán de ayudar a la gente sino de volverlos así “parte de la familia”. Esa misma condescendencia de clase padece la señora Le Marchand (extraordinariamente interpretada por la actriz Verónica Langer), quién da trabajo, comida y sustento a todo un grupo de sirvientes, choferes, jardineros y demás, con una arrogancia no de quién ofrece un empleo sino de quien pareciera estar haciendo un favor a la gente.

Así, la “conciencia de clase” de la señora Merchand, recién reavivada por la visita de un grupo de estudiantes que la entrevista para un documental del 68, hace evidente la contradicción inherente de su vida: un ser que en sus juventudes luchaba por la igualdad y que en su vida adulta se transforma en una adinerada mujer completamente alejada de la realidad y cuyo único contacto con la misma no es sino la servidumbre que le atiende día a día, horas tras hora.

Es así como llega Hilda (Adriana Paz) a esta historia. Ante la necesidad de una nueva nana para su recién nacido nieto, la Señora Merchand convence a regañadientes a su jardinero (el cual a la sazón le está pagando a su patrona un préstamo que se antoja interminable de saldar) de llevar a su esposa, Hilda, a trabajar con ella.

Su nueva conciencia de clase hace que la relación con Hilda se vuelva tétricamente similar a la que Emilia Valverde tenía con sus queridos vagabundos: la arropa, le da empleo y prácticamente se mimetiza con ella al grado de convertirla en una especie de esclava aprisionada dentro de esa pequeña mansión de San Angel.

Siempre con un tono que se debate entre la comedia negra, el thriller y algo de farsa, Clariond logra describir un fenómeno cada vez más arraigado en las clases altas mexicanas, esta especie de clasismo “light” donde los patrones parecieran lavar ciertas culpas mediante la inclusión de sus empleados en la dinámica cotidiana (sentarse a la mesa de los patrones, ingerir los mismos alimentos, tutearse, ver juntos el televisor, etc) para simular una relación que va más allá del patrón-empleado y convertirlos en “parte de la familia”.

Esta actitud “progre”, por supuesto, no pasa de esas bondadosas concesiones, jamás modifica la relación patrón-empleado ni genera una condición laboral más humanitaria: puedes sentarte a comer en nuestra mesa, ver nuestra televisión, estar presente en nuestras fiestas o incluso nosotros acudir a las fiestas de tu familia, pero jamás podrás escapar de esta casa, anularemos tu vida personal y serás, en los hechos, un esclavo.

Siempre alejado de la simple denuncia, sin permitir nunca que la película se le convierta en un panfleto ni mucho menos en un vehículo para la toma de conciencia, el cierre del filme podría acusarse de inverosímil, pero es que Clariond, inteligentemente, prefiere terminar su excelente opus prima en un tono que roza la farsa ya que de lo contrario, lo asqueroso del fenómeno haría que la cinta completa se convirtiera en un relato absolutamente insoportable.

Clariond despliega una habilidad brutal en el reconocimiento de esta dinámica perversa entre los poderosos patrones y sus sirvientes. Dibuja con exactitud, aunque sin caer en la densidad extrema, a estas personas que se creen eternamente bondadosas y vanguardistas por permitirle a la “chacha” ver las novelas en la tele principal de la sala, o por darle chance de degustar el mismo caviar que comen todos antes que -por ejemplo- subirle el sueldo.

Ah pero eso sí, no me digas “señor”, háblame de tu.

Twitter: @elsalonrojo

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