Estos días abren un paréntesis entre el bullicio poselectoral y el sigilo preelectoral. De los interminables análisis de las elecciones pasamos a los incomenzables trabajos de preparación para una Legislatura que será, en buena medida, una arena para confrontar proyectos presidenciales. Este impasse generaría aburrimiento si no fuera por gente como Donald Trump y Miguel “El Piojo” Herrera. Sus declaraciones nos han hecho enojar y sonreír, si bien enojo y sonrisa emanan en este caso del mismo sentimiento de repudio.

Empiezo por el pintoresco magnate gringo. La derecha de Estados Unidos siempre ha buscado un enemigo externo, alguien que desde fuera concite miedo y odio entre su población y permita unificarla en torno a la defensa de sus intereses. Durante la Guerra Fría fueron los comunistas soviéticos, luego se echó mano de los narcotraficantes colombianos y ahora toca el turno a los inmigrantes mexicanos. Trump ya había recurrido antes a los chinos, pero quizá sus negocios lo obligaron a cambiarlos por nuestros compatriotas. El hecho es que puso esa cabeza suya -tan feraz por fuera y tan árida por dentro- al servicio de la causa antimexicana. Les mandamos lo peor, dijo. Y después de escucharlo uno se pregunta cómo es posible que el vecino del norte no haya sido devastado por un ejército de casi 40 millones de violadores, ladrones y narcos. Entonces empezaron los bandazos, que lo llevaron primero a hacer cálculos electorales y a rectificar diciendo que ama a México y luego a ratificar sus insultos y negar una disculpa. A ver qué con qué nos sale mañana.

Las peripecias declarativas de Donald Trump dan para un libro de autoayuda: Cómo transformar dinero en escoria, o cómo llegar a ser un hombre rico y un pobre diablo. Y si de una buena obra se tratara, podría editarse una extensa compilación en varios tomos sobre las grandes contribuciones de los migrantes mexicanos a la economía y a la sociedad de los Estados Unidos y regalárselo, con un glosario para personas de vocabulario escaso. Ahora bien, puesto que estoy consciente de que probablemente ni así entendería que el más humilde de nuestros paisanos que cruzan la frontera en busca de trabajo puede darle lecciones de esfuerzo y tesón, de honradez y dignidad, creo que lo más sensato es simplemente mandarle al payaso Donald una Trumpetilla y un mensaje: si como persona puede ser descrito como un bípedo implume, Míster Trump, como político es usted un perfecto imbécil.

Y qué decir del director técnico de nuestra selección de futbol. El Piojo trocó en celebridad cuando tomó las riendas de un equipo al borde del abismo premundialista y lo llevó a una buena actuación en Brasil 2014. Su personalidad folclórica, su temperamento pasional y el espíritu de lucha que transmitió a su plantel lo hicieron una de las figuras mediáticas del Mundial. Los aficionados mexicanos estábamos encantados con él, no porque hubiera conseguido mejores resultados que otros entrenadores -tampoco él llegó al quinto partido- sino porque teníamos magras expectativas ante un equipo que calificó de panzazo. Yo mismo escribí un artículo elogiándolo. Regresó a México con más popularidad que todos sus jugadores juntos, convertido en algo cercano a un héroe nacional.

Ahí inició su declive. No fue tanto el aluvión de campañas publicitarias cuanto una de ellas: la que realizó para el gobierno verde de Chiapas. Fue el beso del diablo. Miguel Herrera se chiapasionó y asoció estrechamente su imagen a la del PVEM, al grado que si su rostro hubiera sustituido al tristemente célebre tucán pocos se habrían sorprendido. Es decir, se volvió el emblema de la organización que triunfó en la disputada competencia por el trofeo del máximo desprestigio en la partidocracia de México. Y como reza la frase atribuida  a Álvaro Obregón, en política no se cometen errores: se comete un error, y todo lo demás son consecuencias. Hoy resulta imposible dejar de sospechar que los compromisos adquiridos al grabar aquellos comerciales chiapanecos incluían los tuits con los que Herrera apoyó en la jornada electoral al partido que le ganó en podredumbre nada menos que al mismo PRI -con la táctica concertada, eso sí, de jalar la marca-, y en consecuencia se dificulta eximirlo de la animadversión a una organización política tan corrupta. Y esa gravísima equivocación que cometió nos echa a perder a miles de futboleros los juegos de nuestra selección. Ya no sabemos si hemos de desear con la misma vehemencia sus victorias a corto plazo, porque a largo plazo representarían la entronización de las piojadas.

Desde luego que su suerte puede cambiar. Si gana la Copa Oro muchos le perdonarán todo; pero si al fracaso de la Copa América se suma cualquier cosa que no sea el campeonato de Concacaf, la Femexfut haría bien en empezar a buscar un nuevo técnico. Permitieron que se ensuciara su marca con la politiquería, y eso puede tener repercusiones donde más les duele: en los bolsillos. Christian Martinoli, el mejor narrador de futbol de México, tiene razón: Miguel Herrera está distraído con tanto anuncio televisivo y está marcado por su nefando proselitismo tuitero. Peor aún, su conocida renuencia a reconocer que se equivocó lo está alejando cada vez más de la afición. Con el buen humor que caracteriza a Martinoli hay que preguntarle al Piojo cómo logró la hazaña de trocar la imagen de un entrenador simpático en la de un villano grillesco. ¡Ah no, bueno…!

Los espero en Twitter: soy @abasave

Google News

Noticias según tus intereses