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El nivel de violencia contra la prensa en México “es todavía peor” al que alcanzó Colombia en la década de los 80, señala el director del periódico El Espectador, Fidel Cano Correa.

Fue en esos años cuando el líder del Cártel de Medellín, Pablo Escobar, mandó poner bombas y asesinar periodistas en un intento de callar a la prensa.

En entrevista con EL UNIVERSAL, Fidel Cano Correa, sobrino de Guillermo Cano, dice que, al igual que en la “época del narcoterror”, los criminales buscan silenciar a la prensa libre.

La diferencia es que en México “el nivel de sevicia y querer mostrar su poder de manera tan cruel ha llegado a niveles superiores a lo que llegó acá en Colombia”, dice.

El caso más emblemático de “la época del narcoterror” fue el asesinato del entonces director de El Espectador Guillermo Cano Isaza, el 17 de diciembre de 1986, crimen ordenado por Escobar y perpetrado a unas calles de la redacción del periódico.

En su libreta, el cronista colombiano escribió poco antes de morir: “Hay que decirle a la mafia: ¡Ni un paso más!”.

El diario colombiano ha dado cobertura al caso del periodista sinaloense Javier Valdez, asesinado el 15 de mayo frente a la redacción de RíoDoce en Sinaloa; en un artículo publicado unos días después, lo nombra “el Guillermo Cano mexicano”, lo señala como “insignia del periodismo valiente y comprometido” y lo recuerda por contar historias sobre las víctimas del narcotráfico.

¿Cuál es su impresión de lo que ocurre en México?

—Lo vemos con mucha preocupación. Es terrible que no puedan ejercer libremente el periodismo, hacer investigaciones contra el narco sin que esté mediando la violencia y la propia vida. Es deplorable.

A la distancia, ¿se podrían encontrar paralelismos entre los casos de Valdez y de don Guillermo?

—Yo los veo bastante similares. Valdez no era una voz solitaria, porque hay muchas otras voces en el periodismo mexicano que han caído, pero era muy significativa, sus investigaciones y sus libros. Vemos muchas coincidencias en lo que hacía Valdez y en el final que tuvieron ambos.

¿Cuáles son los principales paralelismos que se han encontrado?

—Son gente que se ha enfrentado con el narcotráfico, a los grandes poderes, poniendo por encima los ideales del periodismo a costa de su propia seguridad. Han puesto por delante a la sociedad, a su país y al periodismo, y terminan asesinados siendo personas que no le debían nada a nadie y simplemente tenían un compromiso con su país, en investigar a quien fuera sin callarse.

¿Ven algún parecido entre la situación de México y lo que enfrentaron en Colombia?

—Es bastante parecido a lo que vivimos en los años 80 con el poder del narcotráfico queriendo acallar a la prensa libre, pero creo que el nivel al que ha llegado México es todavía peor. El nivel de sevicia y querer mostrar su poder de manera tan cruel ha llegado a niveles superiores a lo que llegó acá en Colombia. La situación es bastante similar, poderes omnímodos que están penetrados en muchos niveles políticos y económicos, supuestamente legales del país, a quienes no les interesa que haya una prensa libre investigando y contando todo lo que ellos hacen.

¿Por qué considera que la situación es peor en México?

—La amenaza es similar y acá también asesinaron periodistas y pusieron bombas en periódicos como El Espectador, pero [en México] el deseo es mostrar sus asesinatos de manera mucho más aterradora, no sólo para los periodistas sino para toda la sociedad, de lo que les puede pasar si se atreven a decir algo. Se ve muy fuerte en los estados. Acá había un narco en contra del Estado que atacaba a las grandes cabezas; a nivel local también había violencia, pero era más sutil. Aquí yo veo un desfogue de violencia en el que quieren mostrar claramente que están dispuestos a hacer lo que sea, que todo el mundo debe rendirse a sus pies porque si no van a llegar a cosas peores.

¿Cómo era trabajar en Colombia durante la época del narcoterror?

—Es sumamente difícil ejercer el periodismo en esas condiciones, cuando uno está amenazado todo el tiempo y sabe que cualquier cosa que escriba o investigue le puede costar la vida. Fue una época terrible en que mucha gente se autocensuró, lo que es apenas entendible. En el caso de El Espectador, generó un compromiso con el país y la profesión de que no podíamos callarnos y que si habían asesinado a nuestro director, si habían asesinado a tantos compañeros y nos habían puesto una bomba era porque realmente estábamos cumpliendo nuestra misión, con el periodismo y la sociedad. Nos dio el valor para seguir adelante.

Esos ataques generaron una reacción de todos los periodistas de unirnos, tratar de protegernos entre todos y dar la voz a los más débiles. En las regiones [entidades de Colombia] los periodistas son más vulnerables y lo que podíamos hacer era que los medios con mayor presencia nacional e influencia protegiéramos a esas voces más débiles dándoles visibilidad, uniéndonos a sus investigaciones y acompañándolos en ellas. La visibilidad es la única manera que tenemos de defendernos los periodistas.

¿Cómo fue que la muerte de Guillermo Cano se convirtió en un caso emblemático para Colombia?

—Don Guillermo era una voz bastante solitaria dentro del periodismo en contra del narco, pero su muerte fue también una alerta en aquella época. Antes de la muerte de don Guillermo realmente no se trataba con esa violencia a los periodistas, menos al director de un medio nacional e influyente como El Espectador.

Ese fue un punto de quiebre para el periodismo colombiano: al día siguiente de su asesinato todos decidieron callarse, por un día no hubo prensa, televisión ni radio. Fue como un despertar y a partir de ahí el periodismo es mucho más valiente y consciente de la amenaza del narco. A partir de ahí hubo más investigación y presencia en los medios de ese fenómeno, para investigarlo y denunciarlo.

¿Qué medidas tomaron en El Espectador a raíz de estos hechos?

—La petición al Estado fue lo primero. No teníamos más defensa que lo que escribíamos y lo que investigábamos. Hubo alguna protección, aunque era un poco perverso: uno haciendo periodismo y soldados del Ejército caminando por el techo del edificio y en la redacción, y protección para las cabezas más visibles.

¿Qué pasó en el país?, ¿cómo cambió la forma de hacer periodismo?

—Inmediatamente se hicieron alianzas para publicar, entre equipos de varios medios, el mismo informe de investigación, a continuar las investigaciones que venía haciendo El Espectador. Se unieron los equipos y publicábamos informes comunes sin firma para proteger a los periodistas. Eso duró un año, no mucho, pero se publicaron bastantes informes. En Medellín, donde nació El Espectador y era uno de sus mejores mercados, Pablo Escobar se dedicó a impedir que circulara: el mismo día asesinó al gerente de circulación, a la jefa de publicidad y luego a la persona que llegó a reemplazarlos. El Espectador tuvo que dejar de circular en Antioquia, cerrar sus oficinas; el corresponsal tenía que vivir escondido y cambiando de casas para poder reportar. Los otros periodistas, más débiles y alejados de las grandes ciudades, estaban a la deriva. Tratamos de visibilizarlos y acompañarlos para que las historias que estaban escribiendo no fueran acalladas. Los sacamos del país, hubo becas, pero todo eran soluciones temporales.

¿Cuál fue la exigencia al gobierno colombiano?

—Lo único que teníamos para hacer era periodismo y desde ahí exigíamos lo mínimo: que el Estado protegiera a los periodistas. Con una sociedad que no supiera lo que estaba sucediendo, si se callaban los periodistas, ganaban los criminales. El Estado estaba sumamente amenazado, los cárteles no solamente atacaban a los periodistas.

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