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Fue su única opción. La Normal Rural de Ayotzinapa, Raúl Isidro Burgos, representa la alternativa que tiene Rodrigo para dejar de ser artesano, formar una familia y vivir tranquilo cerca del lago de Pátzcuaro, Michoacán; poder comprarse un terreno, hacer una casa y tener una vida en paz. Su aspiración parece simple.

Rodrigo Morales Ignacio no llegó a la normal porque haya querido; sin embargo, las voces que le repitieron: “¡Te van a matar!, ¡Te van a desaparecer!”, no le importaron. Su vida está hoy en Ayotzinapa, no se siente un valiente, él sólo quiere ser maestro.

Sí pensó en aquellas palabras que le dijeron sus padres antes de cruzar el umbral de su puerta en Ihuatzio, una comunidad purépecha de 3 mil habitantes, cuya principal actividad es la elaboración de artesanías; pero ya estaba decidido, dos años reprobados en la preparatoria, dos más en intentar entrar en la normal de Michoacán ubicada en Tiripetío “ya eran mucho tiempo perdido”.

A mediados de agosto pasado trabajaba en su pueblo ayudando en casa a realizar canastos. En su familia, compuesta por sus papás, él y sus dos hermanos, uno de 30 y otro de 22 --maestro y normalista--  elaboran canastos con un material parecido al Tule, que les permite tejer trenzas para formar los contenedores.

La noticia llegó hasta Michoacán en voz de representantes de la Federación de Estudiantes, Campesinos Socialistas de México (FECSM), a la cual pertenece Tiripetío: el interés por estudiar en Ayotzinapa bajó drásticamente, pero había que salvar a la institución.

Rodrigo escuchó un día de un estudiante de Tiriperío que no tenía que hacer examen en Guerrero, que la academia de segundo, encargada de la promoción de la convocatoria de nuevo ingreso estaba desesperada, así que le tomó la palabra y llegó de aventón con una mochila y mil pesos.

Adiós lago de Páztcuaro y sus pescados blancos, una especie endémica que les permite disfrutar de un platillo regional a base de ajo. Bienvenido a Guerrero, donde conoció a sus 139 compañeros de academia: la Sangre Nueva, ha pasado por primera vez las noches más frías de su vida y una soledad contundente.

Desde hace 22 días, porque los ha contado, no habla con su mamá ni su papá. Se está acostumbrando a las pláticas de “consciencia”, a ver a madres y padres todos los días en su lugar académico, a convivir con su dolor.

No hay clases. Son las 9 de la mañana. No se habla de casi nada más que de las actividades por el  primer año de la desaparición forzada de los 43 normalistas de Ayotiznapa. En cada pasillo de la escuela, en el comedor, en la cocina, en la sala audiovisual se afinan los detalles del plan de acción para exigir justicia.

“Ayotzi vive, la lucha sigue”, ensayan la tonada un grupo de estudiantes por el área de la cancha techada, un lugar donde reposan muchas tristezas. En hilera, van saliendo de sus salones de clases que ocupan como dormitorios de a 20 estudiantes por aula, los muchachos de la primera academia. Se distinguen porque como soldados rasos tienen el pelo a rape.

La organización en Ayotzinapa podría semejar la de una población de abejas. La Normal Rural es su colmena, allí están los 525 alumnos que viven bajo el cobijo de las instalaciones que correspondían a una hacienda del siglo XIX. Cada estudiante tiene una jerarquía de acuerdo con la academia y la obligación de que se cumplan los cinco ejes: los módulos de producción, el académico, el político, el deportivo, el cultural y el social.

La abeja reina, que pone los huevos para que nazcan abejas nuevas, podría ser el secretario general de la normal, pero en lugar de aportar un óvulo, coordina a los presidentes de 15 carteras que conforman el Comité Ejecutivo, juntos hacen parir a las nuevas consciencias, les insertan la idea de la solidaridad y de ser activistas.

Luego las abejas obreras, que sin duda son los de la academia de primer año y parte de los de segundo, porque son quienes más trabajan, hasta llegar a las abejas zánganos, podrían ser los de cuarto, que se dedican a sus prácticas y son los menos activos dentro de las labores cotidianas.

Las abejas obreras trabajan durante horas para extraer azúcar y transformarlo en miel, así Los pelones, como se llama a los 140 estudiantes que se levantan a las 6 de la mañana y hay días que sólo duermen tres horas, porque realizan guardias, cuidando los rincones de la escuela a ojo abierto mientras los demás descansan.

Este día, en vísperas del aniversario de la masacre en Iguala, los normalistas de primero van a desayunar, comen con prisa el huevo con frijoles que hay en el comedor, toman un vaso con café y disfrutan de un pan con sabor a azúcar morena, se preparan para limpiar la maleza de la hierba, para terminar su curso propedéutico que es de clases lo único que han tenido y hacer el aseo.

Los de primero están agotados por tantas actividades. Tienen que sembrar flor de cempasúchil para cosecharse en noviembre y venderla el Día de muertos, dar de comer a las tres vacas, junto al becerro llamado 43, barrer todas las mañanas; lavar los baños; correr para mantenerse en forma, por si se requiere emplearlos en alguna marcha, estar atentos a sus círculos de estudios donde empiezan sus primeros adoctrinamientos a la corriente Marxista- Leninista.

Todo el día están juntos en varios momentos. Le entran a la siembra y a la limpiada de baños, que es de las cosas que más les molesta hacer. Desde Eleuterio, un estudiante de 37 años que era costurero y optó este año por ser maestro, hasta Yun, un joven que con su único brazo, el derecho, trata de entrarle al quite a todo lo que hay que hacer, todos trabajan. La mitad sólo en los módulos de producción, los otros 70 ya van a rondalla, a danza y a banda de guerra, los clubes de la normal.

La academia de primero es de pensamientos diversos y sueños mezclados. Está Iván Tizapa Legideño, hermano de Jorge Antonio Tizapa, uno de los desaparecidos dentro de los 43, quien ingresó sólo para seguir en la lucha de lo que llama la memoria contra el olvido; pero también jóvenes como La Parca, cuya primogénita nace a finales de septiembre, y se niega a seguir sin una carrera universitaria.

Eduardo Maganda, secretario general de Ayotzinapa y quien sobrevivió a los ataques de Iguala está consciente de que tienen que recuperarse las clases. El año pasado todos los estudiantes concluyeron su curso a base de trabajos especiales, y sabe que si no retoman el sentido real de la normal, que es un internado donde se forma maestros, darían razones suficientes para que se cierre la escuela. Por ejemplo hoy, en dos salones, los 60 profesores del internado platican sobre el plan de estudios 2015- 2019. Los maestros se han vuelto una sola imagen: un grupo de hombres y mujeres postrados casi siempre en butacas hablando de temas variados; la mayoría no académicos. De alguna manera tienen que justificar su presencia en Ayotzinapa, porque desde hace un año no hay clases normales.

Rodrigo tiene un reclamo: “¡Me siento un esclavo!.  Preferiría las clases que estar todo el día trabajando, luego aquí se dice una cosa y se hace otra, me gustaría entrar a la casa activista, saber qué hay allí y hacer las cosas no sólo decirlas, porque aquí los del Comité dicen una cosa y hacen otra”.

Pero aún con toda la situación y las advertencias de la Secretaría de Educación Guerrero (SEG) para que haya clases, le parece ridículo que se diga que la docencia ya no tiene sentido, cuando en muchos municipios no hay maestros. Dice que necesitan que el gobierno garantice plazas al salir a desempeñarse a las comunidades, por lo que siempre han peleado.

No pueden pensar simplemente en seguir cuando a un año de la masacre no hay justicia, lo dice frente a la Casa del Activista, a la que entrarán algún día Los Pelones. Aquí no sólo se puede ser maestro, los ingresados saben que también tienen que protestar, apoyar a su escuela para que siga existiendo.

Esto ocurre a pocos metros de los murales. En las pinturas se observa a Jorge Alexis Herrera y a Gabriel Echeverría de Jesús, asesinados por policías en un violento desalojo en la Autopista del Sol en 2011; también la imagen sobre el asfalto de Eugenio Alberto Tamarit Huerta, y Freddy Fernando Vázquez Crispín, ambos atropellados por el chofer de un camión durante un boteo en la carretera federal Acapulco-Zihuatanejo en enero de 2014.

En el altar a los desaparecidos en forma de salón de clases, ubicado en la cancha y en los espacios de su escuela se ve a los tres estudiantes asesinados en los ataques de Iguala, Daniel Solís, Julio César Ramírez y Julio César Mondragón. Esa es su historia; ante eso, trata de explicar, no se pueden sólo concentrar en la academia, deben seguir entre protesta y escuela para obtener justicia.

Maganda dice que sus compañeros de primero son la esperanza y confía en ellos porque resistieron a pesar de todo la semana de prueba, cuyos ejercicios son similares a algunos entrenamientos de tipo militar. Sabe que la academia nueva es diferente: “hay hermanos de desaparecidos, hijos y hermanos de maestros y egresados de la normal; la mayoría tiene un vínculo”.

Hay estudiantes que vinieron del Estado de México, del Distrito Federal, hay cinco de Michoacán, muchos son de Tixtla. Ninguno estudió en escuela privada, todos resistieron el adiestramiento físico, y hubo quien ocupo el lugar que el año pasado no pudo porque no cumplió con los requisitos.

En medio de todo están Rodrigo y sus paisas. Se acuerda de su travesía: salió de Morelia, Michoacán y de raid llegó primero a la ciudad de México, donde durmió una noche en la sección 9 de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), luego pidió aventón de la México- Morelos hasta llegar a Chilpancingo, después a Ayotzinapa en Tixtla.

Le fue bien, el trailero y el chofer del camión repartidor del que se vinieron de Morelia él y el normalista que lo impulsó para estudiar en Ayotzinapa, les compraron refrescos. Ayotzinapa no es tan bonita como Tiripetío, donde estudia su hermano que sólo le lleva un año, tiene 22, pero aunque le molesta el clima y tanto trabajo, tampoco se va a regresar, le va tomando cariño a la escuela.

jram

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