Setenta y siete minutos fueron suficientes para demostrar que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, vive en una realidad paralela. Hace poco más de una semana, en una hora y 17 minutos, el líder de la primera potencia mundial, con menos de un mes en el poder y en medio de crisis y escándalos en su administración, negó de la forma más rotunda cualquier acusación de desajuste en su gobierno.

“Enciendo el televisor, abro los periódicos y veo historias sobre caos. Caos. Cuando es exactamente lo contrario. Esta administración funciona como una máquina afinada”, dijo ante la estupefacción de los periodistas, en su primera aparición en solitario ante la prensa como mandatario.

Los inicios de una presidencia son siempre complejos, llenos de aristas, y más cuando se llega sin ningún tipo de experiencia, como es el caso de Trump, un magnate de bienes raíces. Fueron complejos los primeros meses de Bill Clinton, George W. Bush, Barack Obama. Pero nadie recuerda algo tan caótico como el primer mes de Trump en la Casa Blanca.

“No, obviamente no es una máquina afinada”, dice a EL UNIVERSAL Elizabeth Sanders, politóloga de la Cornell University. “Es una operación amateur nunca vista en los primeros meses de una presidencia”, resume de forma categórica.

Trump llegó a la Casa Blanca rodeado de escándalos y controversias, pero aun así dio la sorpresa al ganar en las elecciones presidenciales de noviembre pasado. Por entonces, el “caos” ya era un término usado de manera recurrente.

“Igual que estaban tremendamente equivocados con el caos de la campaña y estaban tremendamente equivocados con el caos durante la transición, ahora están absolutamente equivocados sobre lo que está pasando hoy”, aseguró esta semana el ideólogo y estratega en jefe de Trump, el polémico Steve Bannon. Los hechos lo contradicen. En el primer mes en la Oficina Oval el mandatario ha firmado 24 decretos o nuevas normativas —muchas sin contenido de aplicación real— y tuiteado más de 200 veces, pero las crisis se han acumulado una tras otra.

Un ejemplo del embrollo en que se ha convertido la administración Trump fueron las horas previas a la conferencia de prensa antes citada, de la que nadie tenía idea, porque se programó con apenas media hora de anticipación.

Tras despedir a Michael Flynn del puesto de asesor principal en Seguridad Nacional por mentir sobre sus contactos con Moscú —uno de los últimos episodios en la trama de lazos sospechosos entre Trump y el Kremlin que se ha convertido en una pesadilla—, el primer candidato para ocupar el puesto declinó la oferta, algo totalmente inusual. Además, el mandatario tuvo que dar la cara para tapar la vergüenza de que, por falta de votos necesarios para ser confirmado, Andrew Puzder tuviera que retirar su candidatura para ser secretario del Trabajo.

La lista de tormentas es inacabable: en un mes ha creado caos dentro y fuera del país. Ha puesto en riesgo alianzas históricas con gestos inadmisibles como colgar un teléfono en mitad de una conversación —al primer ministro australiano Malcolm Turnbull, según se informó, enojado por el acuerdo que firmó Barack Obama para acoger refugiados—. Ha minado el equilibrio de fuerzas con la otra gran potencia mundial, China, no ha dudado en cuestionar políticas por décadas en política exterior, y ha amenazado con mano dura y represión para instaurar su régimen de “ley y orden”.

Despidió a la fiscal general interina, Sally Yates, por expresar dudas sobre la constitucionalidad de y negarse a defender el más que polémico veto
de entrada a inmigrantes, que finalmente sufrió una derrota humillante en los juzgados; y una de sus asesoras principales hizo publicidad de la marca de ropa de Ivanka Trump.

Limpiando el desastre

Los integrantes de su equipo no paran de limpiar los restos de los destrozos que provoca Trump y su círculo más cercano. Sean Spicer, el portavoz de la Casa Blanca, tras un inicio agresivo se ha convertido en los últimos días en un bombero apagafuegos. Hace unos días, el jefe del Pentágono, James Mattis, tuvo que calmar a los aliados militares en Asia, mientras el vicepresidente Mike Pence hacía lo propio con los socios europeos de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). La embajadora en las Naciones Unidas (ONU), Nikki Haley, recomponía la política estadounidense en el conflicto israelo-palestino, e incluso el secretario de Seguridad Nacional, John Kelly, tuvo que contradecir y corregir a su jefe sobre la política migratoria en su reciente viaje a México.

Trump, ante el caos, sólo ha tenido una respuesta: “Despotricar en Twitter y programar mítines de campaña”, afirma Eugene Robinson en su columna en el diario The Washington Post. Eso y culpar a unos medios de comunicación “fuera de control” y “enemigos de pueblo estadounidense” por dar la imagen de descoordinación y confusión en la Casa Blanca. Algunos de ellos, como The New York Times y CNN, incluso fueron vetados ya de una conferencia informal de Spicer. “Hay lucha de poder entre los asesores clave, no hay líneas clara de autoridad, hay demasiadas posiciones del equipo sin completar y no se siguen los procesos de auditoría interna”, resume a este diario Joshua Sandman, experto en presidencias de EU de la University of New Haven.

Para Robinson, una de las crisis más agudas a las que se enfrenta Trump es “el abominable nivel de disfunción de la Casa Blanca que hace que los tiros en el pie sean la norma, más que la excepción”.

Los primeros días de la administración Trump invitaron a la comparación con los momentos políticos más perturbadores en la memoria, especialmente los referidos al escándalo del Watergate y Richard Nixon, aunque los expertos aseguran que todavía no hay motivos reales para la comparación en términos judiciales.

Sin embargo, las peticiones de juicio político no se diluyen. La tormenta y cúmulo de despropósitos de la administración Trump han hecho que las llamadas al impeachment sean cada vez más fuertes.

El proceso de impeachment en EU funciona como si fuera una ley, con el mismo proceso: la Cámara de Representantes estudia e investiga el caso —las alegaciones y razones para removerlo del poder—, tras lo que se vota si es adecuado un proceso de juicio político. En caso afirmativo, es el Senado el que continúa el proceso y, al final, vota para "condenar” o no al presidente a abandonar el Despacho Oval por los cargos que se le imputan. La Sección 4 del artículo 2 de la Constitución estadounidense contempla la destitución de un mandatario que haya incurrido en “traición, cohecho u otros delitos o faltas graves”.

Los demócratas del ala más progresista no se esconden y se atreven a pronunciar esa palabra casi maldita, algo que para Sandman es meramente “una ilusión” por el control republicano del Congreso y la falta de un acto que lleve a los procesos de juicio de confianza. Una destitución “es algo extremadamente improbable”, coincide Sanders.

Sin embargo, el profesor Alan Lichtman, catedrático de la American University que acertó la victoria de Trump, sigue convencido de que el presidente no acabará su mandato por su “vulnerabilidad única”, especialmente con las crisis que enfrenta con los supuestos lazos con Rusia y las dudas por sus conflictos de interés, dos asuntos interconnectados de los que todavía no hay pruebas fehacientes, sólo indicios. “La pregunta no es si será juzgado políticamente: la duda es cuándo”, dice en un breve resumen del que será su próximo libro, The Case for Impeachment, (El caso de la destitución), que saldrá a mediados de abril.

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