Buenos Aires

El sábado pasado, que en Buenos Aires fue un día de otoño frío y nublado, se cumplieron 40 años del secuestro y desaparición de Franca Jarach, una adolescente de 18 años que fue capturada en una esquina céntrica de esta ciudad el 25 de junio de 1976. Por entonces, la dictadura argentina tenía tres meses y su severo plan de lucha contra el activismo político ya había comenzado.

Franca no es la desaparecida más famosa ni la más importante. En un país donde hubo 30 mil desaparecidos, muchas veces su nombre pasa como uno más en largas listas que por momentos se vuelven frías. Pero el sábado pasado, su madre, Vera Jarach, se hizo presente en la antigua Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), el centro clandestino de detención donde su hija fue vista por última vez, y entonces, para los presentes, su historia mostró toda su humanidad y un dolor infinito.

Se calcula que unas 5 mil personas estuvieron detenidas en la ESMA, pero sólo sobrevivieron alrededor de 200. Hoy, el sitio, que ya no pertenece a las fuerzas armadas, es un espacio de memoria y defensa de los derechos humanos. Aquí funciona un archivo sobre terrorismo de Estado, un centro cultural, un centro de las Madres de Plaza de Mayo, uno de las Abuelas y otro de los hijos de los desaparecidos.

Casi todos los días hay contingentes visitando el antiguo casino de oficiales, donde vivían los altos mandos y donde, a una escalera de distancia, se apilaban los prisioneros encapuchados. El último sábado de cada mes, la visita guiada incluye invitados como la señora Jarach o Sebastián Rosenfeld Marcuzzo, un hombre de 38 años que nació aquí mismo, en la ESMA. Su madre, Patricia Marcuzzo, fue desaparecida después de dar a luz.

“Para bien o para mal, vengo acá muy seguido”, dice a EL UNIVERSAL Vera Jarach, luciendo en su cabeza el característico pañuelo blanco de las Madres de Plaza de Mayo. A las cinco de la tarde, con más de 100 personas reunidas, la visita está por comenzar. A sus 88 años, la señora Jarach se mueve con una vitalidad inesperada. Desde que su única hija fue desaparecida, la causa de su vida ha sido buscarla y dar testimonio del horror. “Siempre decimos que necesitamos verdad, justicia y memoria. Y ahora agrego: nunca más el silencio”.

Los militares de la dictadura hacían interrogatorios secretos bajo tortura en la ESMA y en otros 600 sitios similares, aunque más pequeños. Y para no crispar a la opinión pública internacional con fusilamientos masivos, inventaron un método de desaparición de personas: los detenidos eran sedados y lanzados desde aviones que planeaban sobre el Río de la Plata, espantosos viajes sin retorno que después fueron conocidos como “vuelos de la muerte”.

“Franca creía que el mundo se podía cambiar por uno más justo”, dice su madre. “Lo mismo que pienso yo en la actualidad. La democracia no será perfecta, pero da la posibilidad de participar, de actuar, se pueden lograr cosas pacíficamente”.

Franca, abanderada del Colegio Nacional de Buenos Aires y fan de los Beatles, quería estudiar Ciencias de la Educación, disfrutaba los paseos de montaña con su madre y participaba en la Unión de Estudiantes Secundarios. Hoy, sigue desaparecida.

La visita guiada dura una hora y es abrumadora. Incluye los salones donde los marinos planeaban los secuestros, el estacionamiento adonde llegaban los automóviles con los detenidos y el sótano donde los interrogaban con tormentos. “Los primeros vuelos de la muerte salieron de acá, cuando los marinos necesitaron más espacio para traer más gente”, explica la señora Jarach en ese sótano en penumbras, rodeada por una concurrencia silenciosa. “Mi hija estuvo acá. Y a veces me quiebro cuando vengo a este lugar terrible…”. Unas lágrimas brotan de sus ojos verdes y caen por sus suaves mejillas arrugadas. Otra mujer la abraza. La señora Jarach sacude la mano al aire: “Basta ya, sigamos”, dice. Y la gente aplaude.

La visita sigue por las oficinas donde se armaban los croquis de inteligencia y finalmente llega el altillo, en el tercer piso. Aquí arriba dormían los prisioneros, con grilletes y capuchas, lacerados. El lugar se llama, justamente, “Capucha”. Al lado está la “Pecera”, un sitio, también en el altillo, donde los desaparecidos eran obligados a hacer trabajos para los marinos.

Un caso de excepción. Saliendo de “Capucha” hay una pequeña sala donde unas 35 mujeres detenidas dieron a luz antes ser desaparecidas. Casi todos esos bebés fueron entregados a familias de militares y criados con nombres falsos. Muchos han recuperado su identidad, pero las Abuelas de Plaza de Mayo aún buscan a 400. A Sebastián Rosenfeld dos hombres, marinos de civil, lo entregaron de recién nacido a su abuela. “Fue un caso de excepción y me siento afortunado”, dijo a EL UNIVERSAL.

Es la cuarta vez que Rosenfeld viene a la ESMA, donde nació. Transcurrido un rato de la visita, un hombre se acerca a Rosenfeld, lo toma del hombro y le susurra: “Yo fui desaparecido”. Después, una mujer le dice: “Admiro tu valor”.

“Fue un reencuentro intenso con mi mamá, con mis historias, con los amigos de mis padres”, explica después Rosenfeld. “Todo lo que vemos acá es de un gran cinismo y de una impunidad que no necesita justificarse. Los militares eran transparentes en el uso que hacían del poder sobre los demás. Parece ficción, pero no lo es”.

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