Los grandes procesos de cambio político están acompañados de creencias colectivas. La dominación más eficaz no descansa solamente en el uso el poder —la capacidad de someter a los demás por efecto de la fuerza propia—, sino en la habilidad de convertir a los dominados en copartícipes de un conjunto de ideas que convierten su obediencia en convicción. En esto consiste la potencia de la democracia: en el hecho de que la mayoría de las personas que conviven bajo un mismo Estado le otorgan su confianza al gobernante y lo invisten de legitimidad; aceptan la dominación que otorgan.

Ningún régimen político ha sido capaz de perdurar sin el respaldo de ese cimiento emocional, que fluctúa entre la razón, la fe y la ideología. En su momento, nada fue más potente que la religión. La sola idea de que Dios había tomado decisiones para organizar el mundo, otorgando a unos la responsabilidad de gobernar y a otros la obligación de obedecer permitió fundar las monarquías y garantizar la sumisión de los súbditos durante siglos. La lucha por el poder político nunca se aplacó, pero estaba reservada para los elegidos: para quienes habían nacido de los vientres que conferían la legitimidad de origen. Creer en Dios, en los rituales que afirmaban su existencia y en la distribución sagrada del poder eran una y la misma cosa.

Más tarde, la razón desafió a la fe: la Ilustración le abrió el camino a la revolución más importante de la historia, la del liberalismo, que se fundó en la sola idea de que la soberanía no emanaba de los Cielos sino de la voluntad de cada uno, agregada en un régimen aceptado por la mayoría y asentado en leyes. Los libros sagrados fueron sustituidos por las constituciones: la legitimidad mítica de los muertos se confrontó con la soberanía militante de los vivos y nació una nueva época, cuyas bases siguen vigentes. Pero al mismo tiempo, emergió la necesidad de justificar con ideas y expectativas viables todas las acciones. El viejo régimen no argumentaba; el nuevo tenía que persuadir.

Hacia el final del siglo XIX surgió con toda su potencia una nueva forma de la fe basada en las ideas: de la era de las constituciones pasamos al tiempo de las revoluciones; y de la igualdad ante la ley, al reclamo de la igualdad a secas. Si la soberanía era del pueblo, entonces tenía que ser igualitaria en todos los planos de la vida. Surgió así un nuevo régimen que quiso llamarse socialista y que, para florecer, quiso someter a quienes ya no tenían la legitimidad de Dios sino el control del capital y el privilegio. Sobrevino así un nuevo conjunto de creencias convertido en ideología que cruzó por buena parte del planeta, hasta que la contradicción inherente entre la libertad y la igualdad desembocó en nuevas dictaduras y la gente dejó de creer en sus promesas aplazadas.

El renuevo de la democracia obedece a esa larga serie de fracasos y, al mismo tiempo, exige que sean reconocidos: en nuestra época —como en todas las épocas— el poder se entrega a cambio del respeto por un conjunto de creencias y de expectativas que deben ser cumplidas. Pero en la nuestra, esas ideas deben construirse y ser acompañadas por la mayoría. Si algo hemos aprendido es que la historia no puede repetirse, simplemente porque las circunstancias son distintas. La Ilustración, el liberalismo y las revoluciones sociales enfrentaron sus propios desafíos. Nosotros tendremos que afrontar los propios.

Hoy sabemos con certeza que en la hechura de una nueva narrativa, México está obligado a dejar atrás sus vicios principales: la violencia y la desigualdad, que son el correlato de los abusos y los privilegios. He ahí la materia prima del conjunto de creencias necesario para fundar el nuevo régimen que está en curso. Pero hay que dar la media vuelta, pues quien camina de espaldas se tropieza.

Investigador del CIDE

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