La ruptura de la confianza se está volviendo uno de los mayores desafíos para la sobrevivencia de México. No hay institución pública que pase limpia por la prueba de la confianza. He aquí el mayor daño que se ha causado luego de una larga secuencia de gobiernos incapaces de resolver los problemas públicos del país. Nadie confía en nadie y nadie puede asegurar con certeza que al afrontar un problema común o emprender un nuevo proyecto no habrá traiciones, abusos, corrupción o violencia.

A los sociólogos les gusta nombrar esa falta de confianza con el eufemismo del tejido social roto. Funciona como metáfora: como una red de lazos afectivos entretejidos a lo largo del tiempo, cuyos hilos están hechos de promesas cumplidas, de compromisos honrados y de actos de solidaridad y de apoyo mutuo entre muchas personas. En la medida en que esos hilos se multiplican, el tejido se fortalece. Pero cuando alguien rompe uno de sus nudos para sacar un provecho propio y alguien más sigue su ejemplo y al final muchos repiten el despropósito sin castigo, el tejido corre el riesgo de desgarrarse completo.

Otros utilizan figuras distintas. La más afortunada remite a la acumulación de apoyos recíprocos que constituyen un capital: el capital social, como le nombró Robert Putnam. En esa otra metáfora lo fundamental es el intercambio de confianza y reciprocidad que se manifiesta en asuntos concretos. Por eso es un capital que no se cifra en dinero, pero que en determinadas circunstancias puede sustituirlo con creces. Cuando alguien cuida a los hijos de otros, cuando atiende sus convalecencias, cuando se hace cargo del cuidado de sus pertenencias, cuando le presta un coche para atender un asunto, cuando le resguarda papeles que son importantes o le ofrece su tiempo para realizar algún trámite, etcétera, ese alguien está generando capital social que se acrecienta y se consolida, en tanto que fluye de manera recíproca. Su otro nombre es más antiguo y más bello: se llama fraternidad.

Las instituciones públicas que regulan la convivencia se ocupan de los opuestos. Existen para promover esas redes pero, sobre todo, para evitar que se rasguen o que produzcan daños irreparables. Según la teoría que se adopte, los hombres pueden ser los lobos del hombre o buenos salvajes que necesitan ser protegidos o seres racionales que han entendido que necesitan de una organización superior para ponerse de acuerdo y pactar una relación de confianza garantizada por el poder concedido a terceros. En todo caso, lo que tienen en común esas explicaciones primigenias sobre el Estado es la seguridad y la creación de las condiciones indispensables para contener y castigar a quienes pretenden quebrantar los lazos basados en la confianza. En su versión mínima, el Estado actúa como los bomberos: su misión es apagar los fuegos que encienden quienes abusan de la confianza social.

¿Pero qué sucede cuando es el Estado mismo, encarnado en sus gobernantes y en buena parte de su clase política, quien abusa de la confianza? ¿Cómo se afronta una situación personal de ruptura de compromisos y abusos, con instituciones que en vez de poner las cosas en orden, sacarán provecho para sus intereses? ¿Y qué hacemos si ese mismo ejemplo de falta de solidaridad se extiende como pólvora entre la mayor parte de la sociedad? Si nadie confía en nadie y nadie confía tampoco en el arbitraje de las instituciones que nacieron para evitar el conflicto, porque ellas mismas han sido capturadas por grupos de poder diseñados para dominar a los otros, el único horizonte posible es, como decía Hobbes, la guerra de todos contra todos.

Estamos sumidos en la tragedia de la desconfianza que ha minado las instituciones y ha hecho pedazos el tejido social y más vale que lo asumamos: pasamos de la democracia a la selva.

Investigador del CIDE

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