Acepté la invitación a colaborar con la Comisión para la Reconstrucción, Recuperación y Transformación de la CDMX, por cuatro razones: porque desde nosotrxs hemos venido pugnando por imprimir transparencia y orden al proceso de reconstrucción del país —no sólo de la capital—, poniendo el acento en los seres humanos y no en las cosas; porque es indispensable aislar ese proceso de la rapiña y de la captura política; porque, para evitarlo, el jefe de Gobierno se pronunció explícitamente por crear un fondo único para afrontar la reconstrucción; y porque la dirige Ricardo Becerra, cuyas cualidades profesionales y humanas me producen mucha confianza. Además, es imposible negarse a una invitación de esta naturaleza.

De entrada, tengo para mí que el gobierno de la ciudad debe prever cuanto antes la posibilidad de otro cataclismo, que podría sobrevenir en cualquier momento. Vivimos en una urbe amenazada por los movimientos telúricos y lo cierto es que el 19-S demostró que todavía no estamos preparados para reaccionar con eficacia ante un nuevo desastre. Si la tragedia vuelve a la casa, es urgente diseñar y divulgar protocolos que nos ayuden a saber exactamente qué hacer. No me refiero solamente a la protección civil ni a la reacción de las autoridades. Me refiero a la gente: a sabiendas de que vivimos en riesgo, todos debemos saber a dónde acudir, cómo ayudar, cómo comunicarnos, en qué lugares reunirnos, cómo resolver la movilidad y qué decisiones tomar.

Aunque la respuesta de la sociedad fue conmovedora, no es ni remotamente sensato suponer que no debemos organizarnos. Por el contrario, la experiencia de septiembre nos dice que es imperativo ponernos de acuerdo para potenciar la colaboración entre ciudadanos y autoridades. Fijar rutas de actuación compartida —no fragmentaria ni enconada— podría servir además para abrir una puerta a la solidaridad no sólo ante los terremotos, sino también ante los embates del agua y a las crisis de movilidad o inseguridad. Las lecciones del 19-S tendrían que servirnos para derrotar la idea absurda de que las instituciones y los ciudadanos no podemos actuar juntos ante una emergencia.

Por otra parte, hay que transparentar toda la información sobre los dineros que han llegado y los que se han gastado hasta ahora. La burra no era arisca: el primer peldaño para crear desconfianza está en la conjetura sobre el mal uso de los recursos públicos. Y más allá de la crítica, el mayor daño que podría generar esa desconfianza sería la ruptura de la acción compartida entre sociedad y gobierno. Sin ninguna demora, es preciso exigir a las autoridades de la ciudad que esa información se publique con todo detalle.

En el mismo sentido, la plataforma digital dispuesta por la CDMX para dar cuenta sobre el curso de la reconstrucción debe decirnos, literalmente, dónde estamos parados. El diagnóstico sobre la situación de los edificios y la infraestructura dañada todavía no está concluido, pero está en marcha. De nada serviría tratar de matizar los efectos del terremoto: siempre será mejor saber, que ocultar. Y, desde luego, es indispensable poner orden en la comunicación sobre lo que pueden hacer los damnificados y sobre la forma en que el gobierno de la Ciudad les dará la mano para recuperar, al menos, algo de lo perdido. Asumamos la excepción: ninguna decisión debe someterse a una lógica burocrática.

Todo esto, solamente para empezar. Pero con plena conciencia de que lo que sigue será definitivo: preparar un plan de transformación para que la CDMX no vuelva al pasado y para evitar que, venga como venga el 2018, algunos quieran medrar con los medios dispuestos para afrontarla, incluyendo por supuesto al gobierno. La reconstrucción, recuperación y transformación de la CDMX no puede ser capturada, ni excluyente, ni oscura. En eso creo.

Investigador del CIDE

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