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Una de las diferencias fundamentales entre una democracia constitucional y las formas autocráticas de gobierno es que, en aquella, las reglas del juego político no sólo deben ser conocidas y aceptadas por todos los participantes, sino que las mismas invariablemente deben prevalecer sobre la voluntad de los gobernantes. En ese sentido, las democracias constitucionales encarnan el ideal clásico del “gobierno de las leyes frente al gobierno de los hombres”.
En las autocracias (que son, por definición, la expresión clara del gobierno de los hombres por encima del de las leyes), por el contrario, la voluntad del gobernante o del poderoso —el autócrata— se impone sobre las leyes y manipula las reglas a su antojo y conveniencia.
Tener presente esa distinción fundamental es indispensable para poder entender y evaluar el peligroso atropello que la democracia constitucional está sufriendo en Baja California con el intento burdo y descarado por parte del Congreso del Estado y de tres de sus cinco municipios de modificar las reglas del juego... ¡una vez que el juego ha terminado!
Y es que el 2 de junio pasado las y los bajacalifornianos acudieron a elegir a quien será su gobernador por dos años, no por cinco. Esas eran las reglas (buenas o malas, justificadas o no) vigentes en el momento en que las y los ciudadanos emitieron su voto y decidieron quién será su futuro gobernante. Cambiar la duración del mandato ex post es simplemente vulnerar la voluntad soberana emitida en las urnas.
¿Eso quiere decir que las normas que rigen el juego electoral no pueden cambiarse? De ninguna manera, pero hay reglas para poder hacerlo. La Constitución federal es clara al establecer, en su artículo 105, que las leyes electorales no pueden modificarse sino hasta 90 días antes de que inicie el proceso comicial correspondiente. Es decir, los cambios deben ocurrir antes (no durante ni, por esto, mucho menos después) de que inicie el proceso electoral en el que las mismas van a aplicarse.
Lo anterior tiene un sentido y una razón de ser: que todos los que participan en una elección, partidos, candidatos, autoridades y ciudadanía, sepan a qué reglas van a tener que ajustarse. Esa es la razón de ser de la certeza como uno de los más importantes principios rectores de la función electoral y de la democracia misma.
En Baja California, se modificó la Constitución en 2014 para establecer, en un artículo transitorio, que el gobernador que sería elegido en 2019 duraría en su encargo dos años para poder empalmar la siguiente renovación con las elecciones federales de 2021. Es decir, todos en ese Estado sabían, desde hace un lustro, que quien fuera electo este año duraría únicamente dos años en el encargo. Así, con esas reglas, se convocó a la elección pasada, se nombraron candidatos, se registraron a los aspirantes, se votó y se eligió al ganador y con ellas se le entregó la constancia correspondiente como gobernador electo.
Ahora, a juego terminado, violentando gravemente el principio de certeza y la voluntad emitida en las urnas (que quien ganó las elecciones sea gobernador por dos años), se está pretendiendo cambiar una de las normas básicas de toda elección: la duración del encargo de quien es elegido. Los mismos diputados que hoy cometen este atropello al orden constitucional y democrático, son quienes hubieran podido modificar la duración del encargo del próximo gobernador antes de que el proceso electoral que ya culminó comenzara, en 2018. ¿Por qué si esa era la voluntad mayoritaria de ese Congreso no lo hicieron antes, por qué lo hacen ahora? Es difícil pensar en otra razón (lícita) que no sea la obvia intención de someterse al nuevo poder hegemónico en el Estado y ganar su favor hacia el futuro.
Lo anterior es aún más grave si se piensa que, cuando fue registrado como candidato, el hoy gobernador electo promovió un recurso ante la justicia electoral alegando que su registro para contender por una gubernatura de sólo dos años le violaba sus derechos políticos electorales, pretendiendo con ello que se revocara esa limitación temporal. Unos días antes de la elección, la Sala Superior del TEPJF rechazó sus pretensiones y validó la duración establecida en la Constitución del Estado. Es decir, el asunto no es nuevo y forma parte de una intentona añeja por burlar las reglas y extender ese mandato.
Ante la consumación de este burdo atropello a la democracia constitucional todo indica que será la Suprema Corte de Justicia de la Nación, su garante último, la que tendrá, una vez más, que restablecer el orden jurídico y democrático violentado y, con ello, hacerlo prevalecer sobre la vieja, conocida y siempre presente tentación de imponer los propios intereses personales por las buenas o por las malas.
Consejero presidente del INE