El 19 de septiembre ocurrió lo predecible y lo improbable: volvió a temblar en la Ciudad de México. Los sedimentos lodosos de lo que alguna vez fue una gran laguna en los que hoy se asienta la capital del país junto con otros factores geofísicos, permiten predecir que aquí temblará por el resto de los tiempos. Pero que volviera a ocurrir en la misma fecha que hace 32 años no es más que una improbable coincidencia, nos han dicho los expertos.

Según la cosmología azteca, la de quienes fundaron Tenochtitlan en 1325, la época actual (la del llamado Quinto Sol) está destinada a ser destruida por una serie de temblores de tierra. ¿Será posible que, quienes hoy habitamos en esta megalópolis mantengamos viva parte de esa visión cosmológica en nuestro inconsciente colectivo?

El hecho, doloroso, es que en los sismos de septiembre de este 2017, centenares de personas perdieron la vida y muchas más sufrieron por la muerte de familiares, vecinos, amigos o simplemente conocidos. El término desastre resulta entonces más que apropiado. Alteró significativamente nuestras vidas y nuestras estructuras. Nos forzó a desplegar mecanismos psicológicos y sociales que habitualmente no utilizamos para poder contender con la emergencia. Puso de relieve aspectos de nuestra naturaleza reservados al mundo de la imaginación y de los sueños. La experiencia, para muchos, fue aterradora.

Cierto, la condición humana en circunstancias extremas como la que vivimos recientemente, ha sido estudiada desde hace tiempo, pero cada vez se hace con más rigor. Hoy conocemos mejor las reacciones psicológicas que ocurren bajo tales condiciones. Tratar de entenderlas nos ayuda a contender mejor con ellas.

Las reacciones iniciales ante el miedo que genera la aparatosa sorpresa, la sacudida furiosa de la tierra, el temor a morir y la ansiedad por saber si hubo pérdidas humanas o materiales cercanas, oscilan entre la negación y el pánico. La incertidumbre y el desconcierto inicial pueden llegar a ser muy angustiantes. Cada quien vive la experiencia a su manera, pero también se comparten emociones y se imitan conductas. Hay una necesidad de acatar indicaciones, o de darlas, y surge una disposición de acudir en auxilio de las víctimas. Aparecen entonces dos características que representan parte de lo mejor de la naturaleza humana: la empatía y los impulsos altruistas. De ahí se desprenden la conducta solidaria y la carga emocional que nos conmueve ante las escenas de rescate, y los esfuerzos por amparar a quienes más han padecido los estragos iniciales.

Con frecuencia se presentan simultáneamente (o casi) reacciones emocionales en apariencia contradictorias pero que en realidad no lo son. Forman parte de una gama amplia de emociones intensas, cambiantes, acaso desbordadas por la magnitud de la vivencia experimentada: tristeza y enojo, miedo y desconfianza, irritación e impotencia, sentimientos de culpa que pueden dirigirse hacia nosotros mismos o hacia otros, necesidad de ayudar y de ser ayudados. En el fondo subyacen la incertidumbre, la sensación de pérdida, la futilidad de los bienes materiales, la fragilidad de nuestras vidas.

Como es natural, las víctimas y sus familiares establecen entre ellos mismos ligas emocionales que comparten con los rescatistas y con los voluntarios, con quienes les ayudaron tempranamente, con la sociedad civil que se volcó en su auxilio y con la comunidad internacional que vino a apoyarlos. Pero no permitirán que los extraños, los oportunistas (léase, salvo excepciones, los políticos), los que lucraron con su dolor (funcionarios públicos y algunos medios) penetren en su mundo de sufrimientos compartidos. Por el contrario: al cobrar mayor conciencia de lo que han perdido, proyectarán con más vigor su hostilidad hacia todos ellos. La respuesta social ante el burdo intento de algunos partidos políticos de presentarse como instituciones generosas dispuestas a “renunciar” al financiamiento público en apoyo a los damnificados, lo ilustra cabalmente.

Viene ahora la etapa más sintomática: las reacciones de duelo y el estrés postraumático. Las pesadillas, el insomnio, la jaqueca tensional, la depresión por las pérdidas que emocionalmente más cuentan. Habrá que enfrentar, además, los recordatorios recurrentes, ineludibles: los edificios que ya no están, los vecinos que ya se fueron, las cuarteaduras en las paredes de la casa, algunos olores y sonidos, las imágenes que regresan (flashbacks) y los sentimientos que acompañan a cada una de esas percepciones.

Para muchos (cuántos realmente, me pregunto) vendrán tiempos largos y difíciles. El ambiente será propicio para la generación y circulación de rumores. El rumor genera su propia patología y puede causar daños adicionales. Que nadie se llame a sorpresa si los damnificados se desesperan o se violentan porque la ayuda prometida no llega, porque no aparecen los responsables de las irregularidades en la construcción, los de las licencias otorgadas indebidamente o si, para colmo, las autoridades (al menos algunas) se van. Ojalá me equivoque, pero el escenario descrito no es descabellado.

Conviene recordar, en todo caso, a Carlos Monsiváis, quien a propósito de las movilizaciones por el sismo de 1985 escribiera: “la Ciudad de México conoció la toma de poderes, de las más nobles de su historia, que trascendió con mucho los límites de la solidaridad, fue la conversión de un pueblo en gobierno y del desorden oficial en orden civil. Democracia puede ser también la importancia súbita de cada persona”. Tomar consciencia, pues. Por eso mismo hay que esperar (y ya se perciben señales) reacciones airadas de los dolientes en otros estados de la república, en donde no han recibido la misma ayuda y se enfrentan de nuevo al desdén territorial. Les asiste el derecho y la razón en su protesta.

Todos tenemos que procesar el trauma que ha sacudido nuestra tierra y nuestra conciencia. A todos nos ha afectado, aunque de distintas maneras. Algunos son más vulnerables. Los niños y los adolescentes; los que padecen o han sufrido un desajuste emocional; los que en el pasado tuvieron una experiencia similar que dejó secuelas. Los que han participado altruistamente en la recuperación de víctimas y que también se han expuesto a un riesgo mayor de experimentar síntomas postraumáticos. Desde luego, cada persona reacciona en términos de su personalidad, de sus creencias, de las huellas que dejaron en ella otras crisis en su vida, del apoyo social con el que cuenta, de la severidad del daño sufrido. Pero todos tenemos una lección que aprender. Porque esta ha sido, ante todo, una experiencia personal, que después se vuelve colectiva. Porque los sentimientos de uno se entremezclan con los de los otros, se contagian, se contradicen y se complementan.

Ante la naturaleza sísmica de nuestro territorio, procede construir una verdadera cultura nacional de lo que ahora se conoce como resiliencia. Es decir, esa capacidad para superar circunstancias traumáticas tanto en lo individual como en lo social. Se puede decir que, en cierta forma, la hemos desarrollado. Pero ha sido sobre todo resultado de un proceso adaptativo ante la adversidad, y gracias al apoyo de los gestos altruistas de otros que nos cobijan y nos reconfortan en los momentos más críticos. Es la solidaridad del pueblo con el pueblo. Sin embargo, lo que los tiempos actuales exigen va más allá: es necesario fortalecer la capacidad del sistema en su conjunto para mantener mejor su funcionamiento y su estructura cuando vuelva a temblar. Hay que reducir más los riesgos, los daños potenciales, los costos en vidas y bienes materiales. Hay que estar preparados para contender con mayor eficacia ante los sismos futuros. Confío en que los jóvenes (milenials o no) que han vivido la crisis y que ya mostraron su temple y su compromiso, asumirán el reto que la realidad les exige y que generacionalmente les corresponde.

Profesor Titular de Psiquiatría, Facultad de Medicina, UNAM

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