Todo indica que el PRI —es decir, Peña Niego— deberá destapar a su candidato presidencial en los próximos días. Y eso no tanto porque ésa sea su conveniencia, sino porque se atraviesa el nombramiento para dirigir el Banco de México. Evidentemente, si José Antonio Meade no fuera a ser el candidato priísta, de manera natural sería nombrado para el Banco de México. Pero, de ser designado otro funcionario para ese cargo, quedará claro que Meade será el abanderado del PRI. No tendría sentido dejarlo sin una cosa ni la otra, dados sus activos actuales. Hay, sin embargo, otra incógnita a despejar; ¿nombrará en los próximos días el PRI a su candidato presidencial, o bien dará lugar a una contienda interna entre varios precandidatos, y esperar hasta febrero para nombrar al bueno?

Esta última opción tiene ventajas y desventajas. Se especula que, de designarse a Meade de una buena vez (sin simulacro de contienda interna), Aurelio Nuño se ocuparía de coordinar la campaña y Miguel Ángel Osorio Chong podría ocupar la presidencia del partido (en tanto que Enrique Ochoa podría ir a Pemex, pues José Antonio González Anaya iría a Hacienda). Pero, de ir a una contienda interna con formalidad democrática (sólo la formalidad), una eventual desventaja de ello es que los precandidatos podrían confrontarse entre sí, lanzarse fuertes invectivas durante la precampaña (de dos meses). Eso, además de dejar al PRI más dividido, daría municiones verbales y mediáticas a los candidatos de otros partidos (como le ocurrió al PAN tras su contienda interna en 2012). Para evitar eso, tendría que haber un pacto entre los contendientes para concentrarse más en desplegar sus propuestas y no en atacarse mutuamente, haciéndoles saber que esto último redundaría en su contra. De ser así, el riesgo de divisionismo podría conjurarse.

Las ventajas de este simulacro, en cambio, podrían ser benéficas para ese partido. Además de poder utilizar los promocionales —que de otra forma tendrían que ser sólo institucionales—, una contienda interna atraería la atención ciudadana y los reflectores mediáticos, dando realce al partido como tal y logrando un despliegue gratuito del proceso y sus participantes, múltiples entrevistas y debates internos. Algunos analistas sostienen que, cuando el PRI siguió este esquema en 1999, perdió la Presidencia. En realidad, la Presidencia se perdió por muchas otras razones, no por ésta en concreto. La crisis económica de 1995 y el hartazgo con el régimen político pesaban más, y con la reforma electoral de 1996 (que implicó la autonomía del IFE respecto del gobierno), se perdía la garantía de triunfo propia de la histórica hegemonía. Añádase a eso la tendencia electoral del PRI a la baja, que apuntaba que obtendría menos del 39 % que consiguió en las intermedias de 1997 (como lo marcaba un principio general desde siempre). En efecto, obtuvo un escaso 36%, lo que no bastó para ganar en esta ocasión. Derrota a la que ayudó un candidato más bien débil y no muy bueno (lo que según muchos fue una decisión deliberada de Ernesto Zedillo para facilitar una alternancia, que a él le ayudaba aunque no a su partido). La contienda interna del PRI generó la atención y el interés público, al grado en que las intenciones de voto del PRI crecieron en esas semanas, dejándolo en buena posición al concluir el ejercicio. Ya después durante la campaña misma, Labastida se encargó de perder esa ventaja. Una contienda interna ahora podría también reposicionar al PRI en cierta medida, en tanto el Frente sigue tropezándose. Y a diferencia de 2000, cuando Zedillo estuvo dispuesto a la alternancia, Peña Nieto muestra la pretensión de ganar como sea. Lo cual podría ocurrir si además el candidato del tricolor es competitivo (no como en el caso de Labastida), como para captar buena parte del voto útil, externo al PRI.

Analista político. @JACrespo1

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