Xalapa.— De pronto se le corta la voz, su rostro se contrae, su cuerpo se encorva y se quiebra de la tristeza.

“Estaban festejando un cumpleaños; tenían un pastel en la mesa con palomitas...”, relata este padre de familia que se rompe con sólo recordar el momento que vivió su hijo, un universitario que, junto con siete compañeros más (tres hombres y cuatro mujeres), fueron atacados el viernes pasado por un comando.

En el pequeño cuarto, seis jóvenes se encontraban sentados en el piso y dos más sobre la diminuta cama, cuando de pronto comenzaron a ser rotos cristales de la puerta, que en cuestión de segundos, fue derribada por un numeroso grupo de sujetos. Las amenazas, insultos y el caos se apoderó del espacio.

Previo al ataque, los ocho amigos habían estado viendo películas y al poco tiempo partieron un pastel, comieron palomitas y hacían rendir la media botella de agua mineral, la única bebida que tenían, porque a uno de ellos se le olvidó pasar a la tienda por más refrescos.

La irrupción tomó por sorpresa a los estudiantes y sus atacantes los tundieron con machetes y enormes palos con clavos o picos.

Ayer, este hombre, al que el cansancio y dolor envejecieron de pronto, cuida a su hijo, de 22 años de edad, un estudiante de filosofía de la Universidad Veracruzana que yace en una cama del Centro de Especialidades Médicas Doctor Rafael Lucio, con el cuerpo y rostro machacado.

“No son ni maleantes ni guerrilleros ni cosas por el estilo”, ataja en la breve entrevista con EL UNIVERSAL. El padre de familia —que por seguridad prefiere mantenerse anónimo— aún no comprende tanta saña en el ataque, sobre todo porque los jóvenes “se dedican a ayudar”.

Después del ataque al grupo, al padre de familia le avisaron que su hijo “estaba gravemente lesionado” con otros compañeros.

“Cuando me avisan ya están en el hospital todos traumatizados, eso nos alarma como padres porque sabemos de la calidad de jóvenes que son: no son ni maleantes ni guerrilleros”.

Antes que su corazón se rompa en mil pedazos, asegura que ahora les toca seguir adelante, “seguir luchando por sostenerse y por organizarse para ser autosuficientes”.

No puede más. Desde el viernes pasado, cuando vio a su hijo molido a golpes, se había mantenido fuerte, a flote de las presiones… hoy no se pudo contener y liberó toda su tensión.

Logró escapar. “Estábamos sentados con la puerta abierta porque éramos tantos en un cuartito”, suelta la voz de la jovencita que constantemente se quiebra.

En un testimonio difundido en redes sociales, relata que escucharon que un auto se estacionaba. Intentaron cerrar la puerta pero la ruptura de cristales se los impidió. “A mí me golpearon en la cabeza y me dieron una patada”, agrega. Se quedó quieta, sin moverse mientras escuchaba los gritos de dolor de sus amigos y los insultos y amenazas de los agresores.

Alcanzó a ver los enormes palos con clavos o picos que caían sobre los cuerpos de sus compañeros, pero también los machetes que volaban por el aire: “A todos los estaban golpeando y con machetes, uno me aventó un machetazo y sentí que me iba a morir… yo tengo una hija…”, dice.

Se aventó hacía la puerta y corrió por las oscuras calles de aquella madrugada. Llegó a una taquería a pedir ayuda, pero nadie le hizo caso, siguió a un supercito de conveniencia donde nadie contaba con un celular.

“En el teléfono de la esquina marque el 066 una y otra vez, les pedí ambulancias”, al regresar vio a sus compañeros tendidos en el piso y en la cama bañados en sangre.

“Les pedí perdón porque me había ido”, confiesa, pero obtuvo como respuesta que estaba bien que hubiera huido para salvarse” .

Ayer, la rectora Sara Ladrón y un grupo de autoridades universitarias se reunieron con 20 estudiantes y tomaron acuerdos para evitar que se repitan este tipo de ataques.

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