Aún recuerdo el día que conocí a Bill Cunningham. Fue hace menos de cinco años, durante la Semana de la Moda de Nueva York. Hacía mucho frío, seguro nevaba. Era febrero de 2012 y yo salía de uno de los desfiles en el Lincoln Center. A lo lejos vi su icónica chamarra azul y pensé: “Ahí está Bill”. Eso es como distinguir el pelo alborotado y rojo de Grace Coddington (o los lentes de sol de Anna Wintour) entre una multitud. Esa chamarra azul, con la que ya lo había visto religiosamente enfundado en varias temporadas anteriores, era su uniforme distintivo. Bill, sonriente y resuelto, me detuvo a media calle de manera muy cortés. Quería tomarme una foto y se acercó a mí a paso lento y pausado, con una mirada astuta y llena de bondad, y entonces pude ver esos ojos tan claros y asertivos que tanto lo distinguían. Seguro que hasta se me bajó el azúcar de la emoción (y quien se atreva a decirse “apasionado de la moda” sabe de lo que hablo).

Para mí, Bill Cunningham fue un precursor de lo que hoy conocemos como  street style. Fue un ícono de Nueva York; un punto de referencia que definió y desarrolló un estilo. Con él hay un antes y un después. En cada Semana de la Moda salía montado en su modesta bicicleta a retratar a los fashionistas de la Gran Manzana y con eso llevaba su magnífica cotidianidad a un extremo poético y narrativo. Con su trabajo, Bill inventó una nueva rama de la antropología; le dio un estilo único a las crónicas callejeras y un nuevo sentido al estilo personal de vestir. Se transformó en la inspiración de toda una generación y, a la fecha, las fotos que publicó en The New York Times forman un acervo narrativo que avala los cambios y transformaciones que la moda ha vivido en las últimas décadas.

Cunningham trabajó más de 40 años en el Times. Su trabajo habla por sí solo. Era trabajador, visionario y modesto. Vestía siempre de la misma manera a pesar de sentarse en el front row de los shows más espectaculares de todas las capitales de la moda, y se mantuvo estable ante una industria turbulenta. Siempre fue fiel a sus principios. Siempre estuvo seguro de su trabajo. Siempre tuvo el dedo sobre la cámara listo para disparar. Todo  sin pretensiones, sin egos.

Bill Cunningham murió el sábado pasado. Tenía 87 años y acababa de ser hospitalizado por un derrame cerebral en un hospital de su amada Nueva York. No imagino lo que será regresar a esta ciudad en septiembre y saber que no podré volver a verlo, que no podré volver a salir de un show esperando ver su chamarra azul entre la multitud. No sólo deja un legado invaluable, sino también un vacío irremplazable en la industria. ¡Te vamos a extrañar, Bill! Gracias por enseñarnos que la pasión por lo que hacemos engrandece nuestro espíritu.

Con cariño, Gina.

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