La propagación de noticias falsas ha vuelto a poner en duda la posibilidad de contar con procesos electorales realmente democráticos, en los que las personas participen, deliberen y decidan con base en información. Lejos quedó el optimismo que surgió con la primavera árabe que veía en las redes sociales una herramienta para potenciar la acción social y servir como mecanismo de defensa para la movilización. Hoy vemos que gobiernos han tomado control de las plataformas que alguna vez nos esperanzaron para manipular la información y, a través de ésta, a nosotros. También vemos que las plataformas mismas tienen agendas propias, no siempre compatibles con el derecho a la privacidad o la información.

El reciente escándalo de Cambridge Analytica, que muestra la recolección y uso de miles de datos personales en Facebook para fines electorales, evidenció apenas una parte de los problemas que enfrentamos. Además, puso en evidencia la incapacidad del derecho —y otras herramientas regulatorias— para responder adecuadamente al uso de información en redes sociales. Tres preguntas sirven para mostrar la complejidad del problema. ¿Cómo llega la información a los ciudadanos? ¿Qué información reciben? ¿Cómo reaccionan frente a la información que se le presenta?

El análisis más común, planteado desde el derecho a la información, se ha centrado en mostrar que el gasto discrecional de los gobiernos en publicidad oficial termina por generar censura y dañar la libertad de expresión. Los sitios de noticias que dependen de la publicidad oficial para costear su operación cotidiana terminan por callar cuando saben que decir algo puede traducirse en la pérdida del recurso público. Las críticas a la reciente Ley General de Comunicación Social (apodada en redes sociales #leychayote) apuntan en este sentido. La Ley permite amplia discrecionalidad y la falta de transparencia del gasto gubernamental en publicidad oficial. La autonomía del cuarto poder, y con ello la fuente de información que permite a la ciudadanía vigilar a sus gobernantes, está en disputa.

Otras formas de controlar qué información llega a la ciudadanía, como la manipulación de tendencias en redes, han sido menos estudiadas. Hoy sabemos que algunos hashtags —normalmente escandalosos u ofensivos— aparecen repentinamente en Twitter cuando alguna nota incómoda para gobiernos comienza a atraer demasiada atención. Estos hashtags son creados en oficinas clandestinas donde 20 o más personas usan varias cuentas para distraer la atención del público. Así, se resaltan los logros de algún gobierno o se sofocan notas negativas en el ruido. El contenido que recibimos los ciudadanos está trastocado.

Tenemos además las reacciones humanas frente a distintos tipos de noticias. Un estudio reciente del MIT muestra que las noticias falsas se comparten más que las verdaderas. Esto, según el estudio, no se debe a la existencia de bots que manipulan las tendencias, sino a las reacciones humanas a distintos tipos de noticias. Las que generan miedo, asco o sorpresa se comparten más; aquellas que generan felicidad o tristeza se comparten menos. Esto ha sido explotado para posicionar ciertas agendas políticas. Permite entender, en parte, por qué el “no” ganó en el proceso de paz de Colombia cuando fue vinculado por oponentes políticos, en medios y redes sociales, con la idea de la “ideología de género” y su supuesto asalto contra la familia tradicional. El discurso del odio y el miedo se replica con mayor velocidad y termina siendo más visible que el discurso de conciliación y consenso.

Los retos que tenemos como ciudadanos en los procesos electorales son enormes. Más que nunca, cobran valor los esfuerzos como Verificado2018, que buscan desenredar la verdad de la mentira. Lo cierto es que apenas comenzamos a entender las formas en que hoy se genera y difunde la (des)información y, en consecuencia, como se reconfigura y organiza el poder.

División de Estudios Jurídicos CIDE. @cataperezcorrea

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