Hace una semana o dos leí a mi colega Ernesto Diezmartínez argumentando en Twitter que Loveling: Amor de madre (Benzinho, 2018) bien podría pertenecer al cine de oro mexicano. La vi con esa idea en mente y, en efecto, uno puede ver en ella elementos de películas clásicas desde El baisano Jalil (1942) hasta Una familia de tantas (1949). En ellas el núcleo familiar protagoniza historias sobre la separación, las dificultades financieras y la necesidad de mantener la unión a pesar de las transformaciones en el mundo que lo envuelve. Loveling lo tiene todo, pero también noto en ella una tendencia reciente a expresar el verano como una época de cambio. Por ejemplo, Verano 1993 (Estiu 1993, 2017), de Carla Simón, y Call Me By Your Name (2017), de Luca Guadagnino, contaron ritos de paso en medio de esta temporada, pero si sus protagonistas eran una niña y un joven, en Loveling es una madre de familia quien tendrá que aceptar el cambio que ella ve como un acercamiento a la insignificancia.

A Irene (Karine Teles) se le viene abajo el mundo cuando su hijo mayor, Fernando (Konstantinos Sarris), es invitado a jugar handball profesional en Alemania. La escena en que Fernando da la noticia, al principio del filme, contiene un símbolo tan orgánico que podría parecer una ocurrencia: al final del anuncio una llave de agua revienta en el lavabo de la cocina. El director brasileño Gustavo Pizzi representa así el interior de Irene, más devastada que contenta por la noticia, y nos muestra que si bien los temas de la película son algo ya clásico, la forma de expresarlos busca la originalidad y a veces el riesgo. En otros momentos de Loveling se atraviesan imágenes sensuales —no en el sentido erótico sino en el de las sensaciones— en que madre e hijos juguetean como cachorros salvajes. Los colores y las texturas resaltan de tal modo que el agua en la que flotan Irene y Fernando abrazados nos dice tanto de su relación como el ataque de los gemelos bajo sábanas de un tierno color rojo.

En otro aspecto inusual, Loveling parece más una crónica de los accidentes cotidianos que una historia sobre la migración de Fernando o de otros grandes eventos que parecen encimarse, como la venta de una casa de playa, la graduación ya próxima de Irene y el abuso doméstico que sufre su hermana. Bajo la dirección de casi cualquier cineasta las catástrofes se sumarían en un melodrama intenso sobre los tormentos de ser madre, pero Pizzi logra un tono sutil que, más que denunciar la vida de Irene como una injusticia de un sistema social, celebra su inmenso talento para sortear las dificultades. Esto hermana a la película con el cine del maestro japonés Hirokazu Kore-eda, aunque él encuentra en el silencio una posibilidad narrativa. Pizzi, al contrario, nos muestra un mundo ruidoso pero no por ello caótico o extraordinario sino plenamente ligado a la experiencia universal de la familia. Como en las cintas de Kore-eda, las comidas, los paseos y las conversaciones en apariencia intrascendentes son momentos de comunión que hacen de la familia un mundo.

En muchos sentidos, el espectáculo más grande de Loveling es Karine Teles. En sus rasgos quizá podamos reconocer a muchas mujeres de la realidad, pero la forma en que se mueven produce un lenguaje lleno de evocación que describe el afecto y la angustia de amar a un hijo. En una escena, por ejemplo, un personaje le cuenta a Irene que un primo suyo se fue a Berlín y nunca volvió. Pizzi nos la muestra en primer plano para mirar los detalles de su reacción. Sus ojos se dilatan un poco, su boca se expande y parece a punto de temblar. Es el rostro de una mujer que teme perder a su hijo. No es una villana negándole el futuro sino una madre lamentando su ausencia.

En contraste con sus triunfos, debo decir que Loveling es en buena medida anecdótica y no siempre logra darle una dimensión profunda a su enorme elenco, que incluye al padre de Fernando, sus tres hermanos, su primo y sus tíos. Sin embargo Pizzi no se lanza a hacer uno de los grandes cuadros de Arnaud Desplechin sino a encontrarlo dentro de su protagonista y describir a los demás a partir de ella. Es un cliché hablar de los ojos de madre pero Loveling los representa con una ternura genuina y logra combinar lo dicho sobre las familias en otras películas con una forma original de hacerlo. Es un valioso vástago de su tradición.

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