Me tomó un rato —o, más precisamente, dos— asumir La libertad del diablo (2017). Tras la original experiencia de Tempestad (2016), de Tatiana Huezo, el último filme de Everardo González me parecía demasiado similar a aquella película magistral. Además lo vi en una época cuando me obsesioné con libros sobre el narcotráfico, y la costumbre de la muerte me dejó inmune a una hora y diez minutos de anécdotas nada menos que satánicas. Un año después la he vuelto a ver y lo que antes fue una buena película se ha convertido en un inolvidable catálogo de la maldad, aunque se requiere de un temple religioso para llamarle así. Yo no lo tengo, pero de todos modos —y quizá guiado por el título del documental—, me parece que en muchas voces, en muchas historias, González ha logrado conjurar al diablo. Me gusta decir que aunque no creo en Dios, estoy convencido de haberlo visto en el cine de Tarkovski, de Bresson y de Dumont. Al diablo lo vi, por primera vez, en la última película de González, que ha resultado ser mucho más que un derivado de Tempestad.

Mientras que el documental de Huezo narraba las historias de dos mujeres, una encarcelada a pesar de su inocencia y la otra en busca de su hija secuestrada, el filme de González recolecta testimonios de varias víctimas y ejecutores del narcotráfico. Entre estos últimos se pueden contar soldados y policías, obligados a tolerar el crimen por la corrupción. La oralidad es fundamental en las dos películas pero en Tempestad se enfatiza al evitar los rostros de las narradoras. González también los esconde pero no en la invisibilidad sino tras máscaras que aplanan los rasgos en una igualdad desalmada. Ojos, bocas, narices, los últimos rastros de humanidad que han quedado de la guerra y su posterior silencio, intentan expresar el mal y quizás, en ello, exorcizarlo.

Hace unos años el italiano Gianfranco Rossi nos presentó una experiencia similar en El Sicario, Room 164 (2010). Ahí, un hombre, enmascarado por una capucha y por la palabrería, contaba en un cuarto de hotel las atrocidades que cometió cuando fue miembro del crimen organizado. Pero el parecido es superficial. La película de Rossi sugería improvisación en los aspectos cinematográficos, mientras que su personaje parecía muy ensayado. No recuerdo un cuadro memorable pero sí el control que tenía el protagonista del lenguaje y de su público. En contraste, La libertad del diablo es cine en un sentido más artesanal, es decir, en el sonido, en las imágenes, en la edición, encontramos la estrategia de un artista dedicado que busca no sólo retratar un problema social o humanizar a quienes lo padecen, sino estrujar las emociones de quienes miran la obra. En los testimonios escuchamos variaciones regionales del acento y la improvisación de gente común que ha contado su historia muchas veces. Lo natural y lo artificial se ubican donde deben para guiarnos por un círculo infernal recién descubierto.

Probablemente me equivoque pero no recuerdo haber oído que los entrevistados se refieran a los sicarios más que como “ellos”. Esto les da una cualidad espectral y a lo largo de la película nos hace imaginarlos como diablos que secuestran, que torturan, que envenenan. Pero ante el peligro de deshumanizarlos, González permite que hablen. El descubrimiento que esto conlleva no me sorprende: son personas. Lastimados por sus propios crímenes, son víctimas que ofrecen disculpas pero que no pueden reparar la destrucción. Hay quienes están dispuestos a perdonarlos. Otros nunca lo harán. “Ni perdón ni olvido”, dice una muchacha. La diversidad de la respuesta humana trasciende las máscaras y poco a poco nos recuerda que estas figuras tan extrañas son como nosotros. La climática imagen final nos lo dice todo sobre el cansancio y el coraje que se requiere a veces para vivir. Ya el espectador la descubrirá.

Pero sí quisiera describir otras imágenes, otros sonidos. Los primeros en La libertad del diablo suman la película: la pantalla negra, una voz nos cuenta una de muchas historias de horror. Pronto vemos un bosque brumoso, un cadáver. El sonido es como la voz acompasada de un millón de insectos gritando en un estadio que el diablo olvidó. En otras ocasiones tiene una cualidad ferrosa, como el gañido de un barco que se hunde. ¿Es ese el sonido de la desesperanza? En otras imágenes los enmascarados viajan armados en camionetas del ejército, esperan con armas en el descampado, se suben al camión o a sus patinetas. El diablo manipula su libertad; el diablo está libre en la pantalla y lo que sea que entendamos por su nombre está también fuera de ella. González no pretende responder quién lo liberó ni cómo embotellarlo. Tampoco nos dice cómo, con suerte, destruirlo. Su fin es admirarlo como a un incendio que se avecina y nos deja pasmados. Entre el asombro y el miedo, es imposible movernos pero ya viene. Nuestra reacción no la puede definir una película pero La libertad del diablo al menos intenta advertirnos. Ya será cosa nuestra apagarlo.

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