Según el antiguo poema de Li Po, Chuang Tzu soñó una vez que era una mariposa. Al despertar, tal vez —y quizá más bien— lo que pasó fue que la mariposa empezó a soñar que era Chuang Tzu. Como agnóstico, el poema me parece de un idealismo encerrado inevitablemente en la imaginación. Pero, ¿no es hermoso imaginar que nosotros somos el sueño de Dios, que soñamos al gran soñador mientras él nos sueña a nosotros? Al comienzo de Kaili Blues (Lu bian ye can, 2015), el primer largometraje del poeta y ahora realizador chino Bi Gan, una cita del Sutra del diamante nos expresa una percepción del tiempo similar a la percepción de la realidad que describe Li Po. Sólo el Tathagata —es decir, el propio Buda— puede comprender todos los estados mentales. Para nuestras mentes, fragmentos de una consciencia universal, “es imposible retener estados mentales pasados, imposible mantener estados mentales presentes, e imposible aprehender estados mentales futuros, ya que en ninguna de sus actividades tiene la mente substancia o existencia”. La cita es significativa porque a lo largo de Kaili Blues el futuro explica el pasado; el presente se manifiesta como una larga e ilusoria toma de 40 minutos. Bi nos da la posibilidad de soñar al fin como el gran soñador y de experimentar el tiempo como el continuo definitivo y definitorio que posiblemente sea.

La trama sigue a Chen (Yongzhong Chen), un médico que ha perdido su matrimonio por ir a prisión y, después de un tiempo trabajando en su consultorio con una colega, decide regresar a su aldea natal para rescatar a su sobrino Weiwei (Feiyang Luo, Shixue Yu) de su padre desalmado. Nada de esto es evidente a lo largo de la película. El espectador debe estar atento a nombres, motivos, y debe también hilar el tiempo cada vez menos desordenado. Entre los símbolos esenciales del filme están una bola de disco y la imagen y las menciones recurrentes de relojes. El primero, nos enteramos cuando a Chen le cortan el cabello, significa el recuerdo irrenunciable del amor perdido; el segundo nos manifiesta una y otra vez el gran tema de la película: la transitoriedad y la naturaleza simultánea del tiempo. Todo lo que esté por pasar ya existe; todo lo que ya pasó aún está presente.

El estilo con el que narra Bi evoca inevitablemente El espejo (Zerkalo, 1975), de Andréi Tarkovski. Buen ruso, Tarkovski fue un oriental entre los europeos. Su cine, como la mayor poesía china y las creencias religiosas de India a Vietnam, se trataba del tiempo y la realidad. El colmo: su libro de teoría cinematográfica se llama Esculpir el tiempo. En El espejo el maestro ruso nos presenta los desordenados recuerdos de un moribundo que ve antes de su último suspiro el mundo como lo recuerda y, más que nada, como lo sueña. Pobladas por levitaciones y una presencia inefable que acaricia el largo pasto de la taiga rusa, las imágenes de El espejo describen las aguas de la memoria. Para culminar el efecto nostálgico, una voz anciana recita los poemas del padre de Tarkovski, Arseni. Bi es más ambicioso. Su cinta nos muestra el tiempo como lo percibe el Tathagata a lo largo de tres secciones no enteramente delineadas y espolvoreadas con los poemas de Bi: en los primeros 30 minutos antes de que aparezca el título, las imágenes se atropellan como los recuerdos en El espejo. Después de eso, y poco a poco, los tiempos empiezan a combinarse: el pasado describe el futuro y éste esclarece el pasado. Antes de las escenas finales, Bi nos sorprende con su artefacto más espectacular: un plano secuencia de 40 minutos. En cierta forma Kaili Blues es un retrato de la entropía porque avanza del caos a una noción más humana del orden. Como decía Octavio Paz de la poesía: es un símil del universo.

A pesar de sus triunfos, admito que el plano secuencia podría haber sido mejor. La cámara usada para filmarlo es una Canon 5D Mark III para fotografía digital. La lente dobla las orillas de la imagen y a la vez que da un efecto onírico demuestra una calidad menor a la Arris Alexa con que Bi filma el resto del metraje. La decisión probablemente tiene que ver con el bajo presupuesto y la movilidad que permite el pequeño aparato. Sin embargo estos detalles son mínimos. La realización y el significado son de una belleza difícil de describir. En esta secuencia, la más larga del filme —y de muchos otros—, Bi sobrepasa los cambios de locación del plano secuencia de Sebastian Schipper en Victoria (2015) al utilizarlos para explorar la geografía de un pueblo chino y darnos con ello una impresión de ensueño. Los personajes se desplazan, desaparecen y resurgen como fantasmas que se roban el protagonismo unos a otros. Han desaparecido las contraposiciones de futuro y pasado de las secuencias anteriores pero la realidad parece menos creíble que antes. La vida, como pocas veces en el cine, es sueño: sueño de Dios.

No sobra decir que el resto de Kaili Blues posee el mismo genio que su notable plano secuencia. Buena parte de la cinta fluye en composiciones que van de lo pictórico —son similares a los cuadros del Jia Zhangke de Naturaleza muerta (Sanxia haoren, 2006)— a lo puramente cinematográfico. En una composición, por ejemplo, un personaje se mueve y revela en el espejo detrás de sí a otro. Más adelante observamos el interior de un vagón de tren desde el siguiente y al doblarse el vehículo durante una vuelta se aparece en el marco de la puerta la figura sentada de Chen. Bi ha logrado una comprensión total de lo cinematográfico y lo explota tanto como puede a lo largo de su película. No me atrevo a comentar —y así revelar— la imagen final pero sí a pedirle a los espectadores que estén atentos al reloj, que se convierte en la manifestación material del tiempo: una suerte de espejo. En esta imagen el reloj también se vuelve —y tal vez esto sea más importante— la única posibilidad de reencontrar el pasado y así rescatar la existencia de un hombre solitario y arrepentido. Ver el tiempo, parece decirnos Bi, es recuperarlo.

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