Estaba listo para ignorar Green Book (2018) por su ineludible simpleza hasta que comenzaron a rodar los créditos. Vamos, la película lo hace todo mal: sus personajes son estereotipos, resaltados como tales por la selección musical; su última escena se adivina desde la primera; su producción se nota limitada al usar siempre planos cerrados para que no se note que su 1962 se filmó en 2018, e incluso se atraviesa el exagerado mito de los Kennedy cuando uno de los personajes dice que el trabajo de esos dos virtuosos hermanos fue “cambiar el país”. Y a pesar de todo ello entiendo su inmenso atractivo popular. Hay algo para lo que los críticos no estamos preparados y que no se puede procesar mediante la teoría: la complacencia. Esto no quiere decir que Green Book me parezca admirable pero sí que encuentro en ella algo interesante. Hay un ingenio —no genio— en su forma de identificar el optimismo y la ignorancia de su audiencia y de representarlos en una narrativa cinematográfica para satisfacerles.

El gran director alemán Rainer Werner Fassbinder dijo que sus películas eran artificiales para que, al reconocer su falsedad, la audiencia llevara a cabo sus premisas revolucionarias afuera de la sala de cine. Es importante notar también que, además, Katzelmacher (1969) y El miedo corroe el alma (Angst essen Seele auf, 1973) no tienen finales felices. En teoría esto debería dejarnos apesadumbrados por la discriminación xenófoba y racial que acabamos de ver en pantalla. Green Book opta por lo contrario y nos deja contentos porque dentro de la película el racismo y la discriminación por clase social —espero no sorprender a nadie— se resuelven en un fuerte abrazo. Lo que acabamos de ver en la película de Peter Farrelly no es una invitación a hacer algo para cambiar el mundo sino el sueño de haberlo cambiado hecho realidad, porque, para terminar de contentarnos, la historia que nos cuenta la película sucedió en la vida real. ¡El cambio no sólo es posible: ya sucedió! Por supuesto, ni se dio como lo narra Green Book ni pasó como probablemente la narraron sus participantes, pero pasa como nos gustaría que lo hubiera hecho. Es así como Green Book nos alivia el ansia —si es que la había— por salir a quemar el statu quo.

Al principio de la película Tony Vallelonga (Viggo Mortensen) tira a la basura un par de vasos de los que bebieron dos trabajadores afroestadounidenses en su casa. Y sin embargo 30 minutos después ya está trabajando sin problema para Don Shirley (Mahershala Ali), un eminente pianista y compositor negro. No sólo eso: mientras funge como su chofer, asistente y guardaespaldas en lo que los norteños llaman el cinturón bíblico de Estados Unidos, Tony le hace la plática a su patrón, lo toquetea como buen estereotipo italiano, y le da más lecciones de vida de las que su refinado y culto patrón le termina dando a él. En el diálogo más absurdo de la película, Tony le grita a Don que es más negro que él, puesto que escucha a Little Richard, come pollo frito y convive más con su gente. Don apenas alcanza a contestar que está más solo que toda su raza porque es muy blanco para ellos y muy negro para los blancos.

Ante esto es fácil hacer una deducción: lo que complace a las audiencias estadounidenses en Green Book es una fantasía reaccionaria de que la historia ya está arreglada; que no necesita de nosotros y que los blancos tienen más cosas que enseñar a los negros. Su inclusión en las nominaciones al Oscar sólo muestra las inclinaciones políticas de una sociedad cuyo lado liberal es estéticamente analfabeta —deben serlo para creer que esto ayuda a la discusión racial— y cuyo lado conservador es abiertamente racista. Es difícil culpar a las audiencias, claro, dado que sus perspectivas derivan de un sistema complejo, y además es difícil eludir la ternura de la trama y el carisma de sus protagonistas, pero es intolerable que las instituciones respalden una película que fracasa tanto y en tanto. Si hay duda sobre la validez de los premios —no sólo los Oscar—, Green Book viene a ofrecer una evidencia contundente.

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