Siempre me ha sorprendido la forma en que Sofia Coppola mira a otras mujeres en sus películas. A pesar de ser una de ellas, sus imágenes parecieran asumir una perspectiva masculina y llena de deseo. En Las vírgenes suicidas (Virgin Suicides, 1999) las hermanas Lisbon resplandecen bajo el sol revelador de una belleza inabarcable en un suburbio donde sus muertes son el más grande misterio en las vidas de sus admiradores. Más adelante, en Perdidos en Tokio (Lost in Translation, 2003), Coppola nos muestra el cuerpo acostado de una adolescente Scarlett Johansson en la primera imagen del filme. Lo notable es la pose de Johansson, que se encuentra de espaldas hacia nosotros, y más notable todavía es el calzón que deja ver más de lo que un calzón usual se propone ocultar. Más recientemente Ladrones de la fama (The Bling Ring, 2013) nos dejó quizás el meme más circulado de Emma Watson haciendo un malicioso gesto de seducción. Considerando que su primera película representa el fracaso del hombre y su sociedad en su intento por domesticar la sexualidad femenina, sospecho que Coppola está parodiando los deseos masculinos. Su última película, El seductor (The Beguiled, 2017), pareciera afirmar este tema.

Siguiendo los patrones de El cuchillo en el agua (Nóz w wodzie, 1962), de Roman Polanski, y Teorema (1968), de Pier Paolo Pasolini, El seductor narra le entrada de un hombre atractivo a un ambiente femenino pacífico que pronto se desmorona ante la tensión provocada por la visita. Estas tramas revelan un intenso temor a la violación, si las pensamos de manera abstracta: un agente desconocido se inserta de manera indeseada en un espacio aparentemente seguro y causa heridas irreparables. La sexualidad, al centro de las tres historias, nos dice también mucho de este tema y de sus orígenes probablemente conscientes. Pero si en los filmes de Polanski y Pasolini los violadores son la juventud y la divinidad, en el caso de Coppola la destrucción viene en las manos de un hombre herido.

Durante un paseo en busca de hongos una niña sureña se encuentra con el cabo McBurney (Colin Farrell), un soldado de la Unión en la Guerra Civil Estadounidense. El cabo está herido de una pierna y, para salvarse, comienza a mostrarle su encanto a la pre-adolescente, que inmediatamente lo ayuda a caminar con ella a la escuela para niñas de la señorita Farnsworth (Nicole Kidman). Coppola es idílica en su representación del mundo que descubre McBurney. La luz entra dramáticamente desde las ventanas de la casa y las mujeres se visten siempre de un blanco virginal, superior en lustre al que vemos en las bodas. El elenco, que completan Kirsten Dunst y Elle Fanning en los roles principales, es físicamente atractivo y la fotografía es quieta y elegante, casi contraria a las tensiones y deseos que despierta la visita en las anfitrionas y el huésped.

Es interesante contrastar el estilo de Coppola con el de Donald Siegel, que adaptó la misma novela de Thomas P. Cullinan en una película de 1971 protagonizada por Clint Eastwood. Todas las versiones de la historia, no sobra decirlo, se titulan igual. En la cinta de Siegel nos encontramos con una estética más agresiva, un elenco menos bello, fotografía más caótica, fea, incluso, y secuencias de fantasía que complementan caracteres más psicológicamente desarrollados. Siegel también aborda el racismo gracias a la presencia de una esclava negra pero aunque su película es más compleja en ciertos aspectos, sus representaciones del sexo y la violencia son excesivas —Eastwood besa a una niña y su encuentro sexual con otra es casi explícito— y sus temas tienden a ser expresados de manera muy obvia. Coppola, que ha logrado separarse de la estética hollywoodense con su ambigüedad y la presencia cada vez más discreta de la musicalización —en El seductor ni siquiera existe—, nos ofrece algo distinto a la representación naturalista de Siegel: una fantasía sexual que, enfrentada a la posesividad del carácter humano, se desvía hacia una implacable pesadilla.

Coppola nunca ahonda —y Siegel tampoco— en por qué sus personajes son, en el caso de las mujeres, figuras reprimidas, y, en el caso de McBurney, un seductor irreprimible. Esto les da una cualidad arquetípica, es decir, al tener tan pocas características peculiares, los personajes se convierten en estampas universales de lo masculino y lo femenino. Es una generalización falaz, como todas las generalizaciones, pero El seductor no aspira a dar representaciones complejas de individuos —sobre todo la versión de Coppola— sino a criticar las generalidades de una sociedad machista. El hecho de que las mujeres sean confederadas cristianas del siglo XIX nos dice ya mucho de un contexto puritano donde es mal visto que una mujer exprese sus deseos sexuales, ya ni se diga consumarlos. Atrapadas en el exasperante equilibrio entre la virgen y la puta, las protagonistas están obsesionadas con la discreción y la supresión de conductas viscerales, mientras que el hombre McBurney, tolerado y alentado a coleccionar historias de proezas sexuales, coquetea libremente con mujeres orilladas a la inseguridad como la virginal Edwina (Dunst), la voluptuosa Alicia (Fanning) y la experimentada Farnsworth. Para acentuar este temor a lo sexual, Coppola filma a Farnsworth limpiando el cuerpo militar de McBurney, que resplandece bajo la luz romántica. El deseo reprimido se expresa en la prisa de Farnsworth por terminar la tarea. No le vaya a gustar lo que ve y lo que toca con su esponja.

El deseo, nos muestra Coppola, es una trampa donde caen el engatusado y el seductor. No es que la sexualidad sea destructiva; el problema es que es percibida como tal. Las dimensiones de la virginidad y la decencia son melodramáticas en sociedades conservadoras donde se asume que la sexualidad es una tentación a eludir, no un placer por experimentar con la mesura que requieren todos los placeres. McBurney peca por bruto y voraz pero Farnsworth peca por enseñarle a una generación no cómo lidiar con él sino como anularse a sí mismas. Al final ambos pagan. Coppola ha culminado su trayectoria mirando ya no sólo a las mujeres sino a la humanidad entera colapsando ante fantasía fatal de lo prohibido.

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