Un autor alcanza la madurez cuando es capaz de sacrificar tropos que se pensaban inalienables de su estilo para tratar los mismos temas pero desde otra perspectiva. Spielberg ya no necesita alienígenas amistosos para transmitir la orfandad de sus personajes. Cronenberg ya no necesita humanos mutantes o sexo entre metales torcidos para transmitir el desazón de la naturaleza humana.

Para su cuarto largometraje, el mexicano Amat Escalante demuestra un ejercicio similar de crecimiento autoral, cambiando de género cinematográfico aunque sin abandonar su particular estilo.

Sorprendentemente, La Región Salvaje es una cinta de ciencia ficción ambientada en un paraje rural mexicano. Verónica (SImón Bucio) es una adolescente que acude religiosamente con una pareja de hippies, ya ancianos, que viven en una casita en medio de la nada. Con ellos habita una especie de ente alienígena que, mediante una serie de tentáculos, da placer sexual a la persona que se acerque. La criatura es una mezcla del clásico de H.R. Giger (Alien, 1979) con las pinturas eróticas de Katsushika Hokusai.

Lastimada severamente en el último encuentro sexual con el pulpo alienígena, Verónica acude al hospital donde la atiende Fabián (Edén Villavicencio) un enfermero gay quien resulta estar inmiscuido en un triángulo amoroso con su cuñado, el homófobo Ángel (Jesús Meza) quien a su vez está casado con Ale (Ruth Ramos) la hermana del primero. Eventualmente estos personajes tendrán su encontronazo con el erótico ente alienígena, revelándose toda la serie de infidelidades.

Contado así, la cosa parece ser lo más ridículo que puede haber; el gran mérito de Escalante es justo lograr que la historia no se le salga de las manos, que no caiga en el humor involuntario, y que además se vuelve auténticamente interesante, atrapando la atención del público mediante una película extraña pero irresistiblemente  envolvente, que juega a dinamitar los tabús del espectador respecto al sexo y la homosexualidad usando a la criatura como una forma de hacer explícitos los deseos carnales más puros del ser humano. Eros y Tánatos se mezclan provocando un encontronazo inevitable y violento.

Hoy que está de moda el sexo con monstruos (La Forma del Agua, Del Toro, 2017), Amat no se deja intoxicar por los derroteros del romanticismo y muestra a su bestia, fastuosa y terrible, como la fuente del sexo más placentero y a la vez violento. Aquí no hay romance sino pulsiones de placer, líbido y violencia. La provocación se vuelve aún mayor cuando Amat sitúa la acción de esta cinta en su natal Guanajuato, uno de los estados de la República Mexicana más conservadores que puede haber respecto al sexo, al grado que su población se ha organizado para borrar capítulos completos sobre sexualidad en los libros de texto gratuito. Eso si que es un horror.

En su exploración del dolor y el placer, de las relaciones y la traición, Amat no esconde la influencia de Posesión (Zulawski, 1981) compartiendo temas y criaturas pero en un contexto mexicano que no renuncia a mostrar las taras sexuales tan arraigadas como la homofobia, el machismo e incluso (aunque sea de pasadita) la creciente violencia en México.

Merecida ganadora al premio por mejor dirección en el Festival de Venecia 2016, Amat Escalante presenta la mejor película de su carrera, aquella en que pone a prueba su estilo para demostrar, absolutamente, su madurez autoral.

-O-

Síguenos en Twitter:

Escúchanos en Spotify:

Google News

Noticias según tus intereses