Aquel día fue descrito de este modo por el escritor José T. Cuéllar, en el último capítulo de la novela “El pecado del siglo”:

“Más de cien mil almas pululaban por todas las calles de la ciudad y corriendo en todas direcciones pretendían librarse de aquel fuego celeste que amenazaba convertir la ciudad en cenizas.

La confusión iba creciendo y la ciudad se despoblaba a los gritos de ‘¡Misericordia! ¡el fin del mundo! ¡Está lloviendo fuego! ¡Nos abrazamos….!’.

“Este era el clamoreo, este el coro de cien mil voces, debajo de aquel horno inconmensurable, en que se había convertido la bóveda celeste (…) ‘¡A la Villa de Guadalupe!’, gritaban muchos, y entre ayes, quejidos, gritos de desesperación y llorar de muchachos y mujeres, se oían las revelaciones de los pecados, el horroroso relato de crímenes ignorados y sobre los que nadie fijaba la atención.

“‘Pequé, Señor, ten misericordia!’, se oía gritar por todas partes”.

Era el 14 de noviembre de 1789 y se había hecho visible sobre el cielo de México un fenómeno desconocido en estas latitudes, algo que nunca antes se había presentado a la vista de los habitantes de la capital: una aurora boreal.

El “terror pánico” había comenzado a las siete y media de la noche, cuando la población advirtió que el cielo se había puesto rojo y que en la bóveda se registraban luces desconocidas. Desde que el fenómeno inició, corrió la voz de que el cielo llovía fuego, “como en otro tiempo sobre las ciudades malditas”.

El hecho quedó registrado en dos publicaciones, La Gaceta de Literatura de México, que en una nota del sabio José Antonio Alzate hizo referencia al fenómeno solo cinco días después (“Noticia del meteoro observado en esta ciudad”), y La Gaceta de México, en donde otro erudito novohispano, Antonio León y Gama, intentó dar explicación científica de lo ocurrido.

Desde 1717 Edmundo Halley había estudiado las auroras boreales. Desde entonces se discutía si eran producto de exhalaciones sulfurosas, de vapores emanados de la tierra, de incendios ocurridos en la atmósfera, o consecuencia de la luz zodiacal.

Alzate había observado desde el 7 de noviembre que en el Sol aparecían una serie de manchas solares, de considerable magnitud, la menor de las cuales excedía dos o tres veces la grandeza de la Tierra. Ese día había advertido que desde las seis de la tarde “la luz zodiacal se presentaba muy clara y se extendía del oeste sudoeste al nordeste, por más de 40 grados”.

Cuando su mozo le anunció que había una luz particular en el cielo, y subió al pequeño observatorio instalado en la azotea de su casa, comprendió de inmediato lo que estaba ocurriendo.

Para la gente de la calle, en cambio, había llegado el fin del mundo. Familias enteras huían de sus casas, “llevando de su hacienda lo que podían cargar” —según relata Orozco y Berra— y lloraban a grito herido por las calles. “La ciudad entera estaba sumida en el mayor desorden”.

El terror iba a prolongarse a lo largo de dos horas.

Alzate relató que “unos rayos blanquizcos en forma de escoba” aparecieron detrás de los cerros de la Villa de Guadalupe y se fueron extendiendo poco a poco sobre el cielo. A las 8:30 de la noche el fenómeno había alcanzado su mayor intensidad y en las calles privaba la locura.

El virrey Revillagigedo envió partidas de dragones a cortar la huida de los medrosos. El licenciado Francisco Primo Verdad intentaba tranquilizar a los prófugos, pero “razones y palos no valían, y hombres y mujeres salían a los campos, aguijoneados por el miedo”.

“¡Se acaba el mundo, se está quemando el cielo!”, gritaban.

Aunque los rayos blanquizcos procedían de la zona donde está ubicada la Villa de Guadalupe, “por una de tantas aberraciones del espíritu humano” la gente huyó hacia aquel sitio, atropellando todo a su paso. Curiosamente, los habitantes de esa población —tal vez porque ahí el cielo estaba nublado— no se habían percatado de la aurora boreal y  quedaron sorprendidos “al ver entrar en tropas” a la gente que huía de México.

Todo terminó pasadas las nueve de la noche, sin que cayeran del cielo carbones encendidos, entre las risas nerviosas de quienes poco antes confesaban a gritos sus pecados.

Al debate que, para explicar el fenómeno, sostuvieron Alzate y León y Gama, se sumó más tarde el relojero José Francisco Dimas Rangel, el hombre que construyó el reloj de la Catedral Metropolitana, quien afirmó que en la atmósfera existía una sustancia llamada “gas inflamable”, que provenía de las exhalaciones de los volcanes y las minas de hierro, y se incendiaba al entrar en contacto con rayos o relámpagos.

Como haya sido, se buscaba por primera vez una explicación alejada de lo sobrenatural: nunca volvería a ocurrir lo que ocurrió esa noche: la noche de la aurora boreal.

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