Era el día indicado, el que había esperado Pepe el Tigrito desde hace una semana.

Hace siete días, en cuanto el árbitro pitó la final del Tigres-Monterrey , su madre le dijo: “ El próximo domingo es tu cumpleaños, y te voy a llevar a ver a los Tigres”.

L
a señora, doña Lupe —por decir un nombre— tomó los ahorros de todo el año, hasta el dinero para el pago mensual de la lavadora, y comenzó a buscar los boletos. Lo intentó en taquilla, pero ahí sólo vendían a los abonados. Buscó por internet, pero como no tiene tarjeta de crédito, desistió. Lo dejó todo para el día de la final.

Preguntó por todos lados, pero nadie se baja de dos mil pesos por boleto. Hasta que apareció un revendedor con la oferta: “ Cada boleto a mil 300 ”.

Lupe

no dudó, pagó, y orgullosa presentó las entradas, el Tigrito estaba feliz, pero el lector del código de barras no reconoció los boletos. “ Falsos ”, dijo el encargado.

Lupe

pensó que era broma, pero fue rechazada, se tuvo que salir de la fila.

Los ojos quisieron arrojar lágrimas, pero al ver al Tigrito se tuvo que aguantar. Pidió ayuda a la policía. Nadie podía hacer nada. Se quedó sola, víctima de la delincuencia, de los revendedores.

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