¡¿Por qué a los tiernos 18 años nos obligan a escoger una firma que luego no vamos a poder cambiar?!
 
 
Queridos minimillennials:

La estúpida firma
La estúpida firma

Cuando los rucos estábamos chavos e íbamos a la escuela, no había tablets ni teléfonos inteligentes ni lapotops, sino unas cosas horribles llamadas cuadernos. Las maestras nos obligaban a forrarlos con papel lustre (o peor, ¡manila!) de un color espantoso y, a falta de algo mejor que enseñarnos, nos obligaban a hacer márgenes rojos en cada página. Luego debíamos atiborrar cada libreta con palabrería que ni ellas mismas entendían pero que nos dictaban como robots.
 
Sin embargo, había un pequeño placer, un miniespacio de libertad en cada libreta: las hojas de hasta atrás. A lo largo del año escolar, uno las iba llenando con dibujos, con millones de corazoncitos dedicados a los crushes juveniles (y que luego tachabas con furia cuando te bateaban o cuando se te pasaba la infatuación y te daba oso), con los números telefónicos de tus amigues, con letras de canciones de “rock en tu idioma”, con juegos de ahorcado... y con ensayos de lo que sería tu firma.
 
La firma era la puerta de entrada a la anhelada adultez (pfff), una de las únicas cosas “de grandes” con las que podías practicar sin que nadie te regañara o te ninguneara o se burlara de ti.
 
Y ahí estábamos, convirtiendo nuestros nombres en rayones ininteligibles con ornamentos ridículos e innecesarios, una y otra y otra y otra y otra y otra y otra vez, hasta que nos convenciera el garabato, hasta automatizarlo y lograr hacerlo en chinga (ah, porque por alguna inexplicable razón había que firmar rapidísimo, como si al estar más de tres segundos en contacto con el papel te fueran a salir pelos en la mano).
 
Corte a: cumples 18 años. Corres por tu INE-antes-IFE y, con mucho orgullo, haces tu pitarrajo de manera oficial por primera vez. En ese momento no lo sabes, porque estás chiquille, pero tu firma es espantosa. Está d-e-l-a-v-e-r-g-a. Y ya te chingaste porque no la vas a poder cambiar. 

La estúpida firma
La estúpida firma


Chale. Dieciséis años después, veo mi firma y me digo a mí misma: Güey, ¿neta? ¿POR QUÉ?
 
Cuando era niña, el mundo adulto se veía muy serio y formal, lleno de sacos con hombreras, vajillas blancas de porcelana, tragos finos en copas de cristal, conversaciones elevadas, trabajos de 9 a 7. Este universo incluía, sin lugar a dudas, una firma a la altura de la situación, una firma de “mayor de edad”, como las de mis profesoras de la primaria o la de mis familiares-no-tan-locos o las de los cheques del banco.
 
Jamás me imagine que existiera la posibilidad de ser una treintona que escribe textos los lunes en la madrugada mientras viste una pijama de Iron Maiden, después de haber chupado vino de 100 pesos en un vaso de plástico rojo (perdón, planeta Tierra) y cenado yogurt directo del envase, mientras platica sobre videos de gatitos, echada en un sofá mugriento decorado con una hamburguesa de peluche. A mi realidad actual de chavorruca no le corresponde una firma como la que decora mis documentos, mis tarjetas de crédito y mis contratos laborales. Me muero de oso cada vez que pago la cuenta y alguien dice “¡A ver tu firma!” y yo muestro mi rayón chafísima de persona prudente, madura, solemne y gris.
 
Y sé que no soy la única. El 90% de las firmas están bien feitas.
 
No se vale. Así como puedes rectificar otras decisiones de tu juventud temprana, como la carrera que escogiste o la persona que juraste amar por el resto de tu vida o los discos de Lacrimosa o el tatuaje de Bugs Bunny, debería haber chance de cambiar tu firma cuando se te diera la gana sin que te la hicieran de tos los del banco, los de la Secretaría de Relaciones Exteriores y los de recursos humanos de la chamba.
 
¿Qué escogería hoy si tuviera la oportunidad de hacer borrón y cuenta nueva con mi firma? ¿O si pudiera viajar en el tiempo y hablar seriamente con la Plaquetita de la prepa y explicarle esta difícil situación? Quizá el dibujo de un gatito. O un cocodrilo. O una figura geométrica. O una nave espacial. O una caricatura de mí misma. O una torta cubana. O un pulgar arriba. O una consigna chairopolítica. O la representación gráfica de una molécula de grasa. O una bola de pelos. Sí, ¡una bola de pelos!

La estúpida firma
La estúpida firma

Este consejo les doy, minimillennials: no se hagan tatuajes de acuarela ni escojan una firma culera. Escuchen a la tía Plaqueta. 
 

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