La diatriba presidencial comenzó ahondando divisiones, inicialmente desde la perspectiva económica luego, al percatarse de que el elemento del patrimonio se quedaba corto, lo amplió a factores culturales, bajo la tesis de: Puedes tener dinero, pero ser ‘chairo’ porque tu particularidad así te ubica.

En un país históricamente fragmentado no es complicado sembrar los precursores para ampliar las brechas entre unos y otros. El color de piel, la estatura, el origen, la complexión, el idioma, la vestimenta, donde estudia, el acento que se tiene, son abecés del compendio discriminatorio de Palacio Nacional.

México se fundó bajo la amenaza de la balcanización, primero se nos fue Guatemala, enseguida Texas, posteriormente toda la Alta California, sin soslayar los intentos independentistas de Jalisco, Tamaulipas y la Baja California.

La parcelación trascendió en el tiempo, ahora pareciere una política pública con un claro objetivo: tener un pueblo sin cohesión, es más fácil de manipular; no se le rinden cuentas, se elude la transparencia, se atenta contra la democracia, se agreden a las instituciones y se vilipendia a quien da equilibrio. En este contexto no hay quien reclame porque la percepción es que se abanderan causas disímbolas.

A la suma de las variables hay que agregar el fenómeno de las ciudades. Se distinguen por la diferenciación; no es lo mismo vivir en Las Lomas que en La Guerrero o entre esta e Iztapalapa. También ocurre con los regios, para ellos San Pedro Garza García es suburbio amurallado ajeno al resto de la metrópoli. Jalisco no se escapa, Guadalajara tiene fronteras, de la calzada ‘para allá’, Tonalá con su hacinamiento o Tlajomulco la gran fosa común de los tapatíos.

La confrontación no debe tomarse a la ligera, es motivo de irritación que favorece el clasismo y estimula el desprecio.

Teóricamente, la mayor tarea del estadista radica en el encuentro de las coincidencias, la unión, provocar la pertenencia y consolidar el proyecto en un solo sentido. Evidentemente no fue la labor del Presidente. Con ruindad se esmeró en satanizar la aspiración, condenar la riqueza y santificar la pobreza, prédica falsa porque al final, como siempre, hubo un grupo de privilegiados que salieron beneficiados. En la sumatoria, entrega una nación fraccionada, exasperada, violenta y sin rumbo.

México es tierra de personas con agravadas condiciones de necesidad, a las que se les apoya con programas sociales, lo lamentable es que a la postre buscan mantenerse en su situación para no perder la ayuda en lugar de fomentar su incorporación productiva. La razón estriba que son la gran base electoral obradorista, la que florece en un campo cultivado por la desintegración y abonado con el odio.

Ser próspero y dar beneficios para la familia, la comunidad y la patria es natural al ser humano. A la autoridad le corresponde crear las vías para que la competencia sea pareja, con certeza de que la ley es la ley, asegurando que no habrá pandillas de hampones del círculo cercano a quien gobierna que terminan repartiéndose el fruto del sacrificio de todos.

En nuestra circunstancia, desafortunadamente, el código postal no es un número, es el sello que marca una categoría de vida y López Obrador lo utilizó.

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