Hace 10 años, creíamos que habíamos entendido cómo funcionaba China. El gigante asiático había dejado atrás la dictadura de Mao Tse Tung y se estaba convirtiendo en un ente híbrido, ni capitalista, ni socialista pero siempre pragmático.

El liderazgo ya no lo ejercía una persona sino una institución colegiada: el Comité Permanente del Buró Político del Comité Central del Partido Comunista. En esas reuniones los siete máximos líderes del país discutían y decidían las políticas del Estado. El líder máximo, que era al mismo tiempo el jefe del Partido Comunista y del Estado Chino, rotaba cada cinco años. Aunque este líder tenía mucho poder, no podía dictar la línea del partido unilateralmente: tenía que negociar.

Ese modelo de liderazgo valoraba la estabilidad social por sobre todas las cosas y veía el crecimiento económico como la mejor manera de garantizarla. Concentraba el poder en el Partido Comunista, pero le delegaba buena parte de ese poder a sus funcionarios regionales y locales —que muchas veces terminaban creando pequeños imperios de corrupción a su alrededor—. No tenía mayores inconvenientes con la propiedad privada, y veía con beneplácito el surgimiento de enormes fortunas entre los fundadores de empresas tecnológicas.  Naturalmente, mantenía el control del Estado sobre la economía y no dudaba en “tutelar” las empresas privadas para lograr sus objetivos de largo plazo. Era un modelo ecléctico y pragmático, con muchos centros de poder y de riqueza dispersos por distintas zonas del país bajo un liderazgo central incuestionado e incuestionable.

¿Funcionó? ¡Vaya si funcionó! En el cuarto de siglo que estuvo en pie el modelo de liderazgo colectivo en China, su economía pasó de generar un misérrimo ingreso anual de 310 dólares por persona a alcanzar un ingreso per cápita de más de 7 mil dólares. China dejó de ser uno de los países más pobres del mundo y pasó a ser una superpotencia indiscutida con inversiones, comercio, influencia y prestigio en los cinco continentes. Pocos sistemas de gobierno en la historia han sido tan exitosos como el reformismo chino.

Muchos apostaron a que, más temprano que tarde, China alcanzaría a tener la economía más poderosa del mundo. Los expertos debatieron cuándo exactamente ocurrirá eso, y qué consecuencias tendría para el equilibrio geopolítico global. Las revistas especializadas en relaciones internacionales rebosaban de artículos sobre la “trampa de Tucídides”: una hipótesis con 2 mil 400 años de historia que sugiere que las grandes guerras se dan cuando una potencia en ascenso amenaza la hegemonía de una potencia establecida.

Lo que nadie sospechaba hace 10 años era que el modelo colapsaría no por alguna crisis económica o geopolítica, sino por las ansias de poder de un solo hombre: Xi Jinping.

Desde que Xi llegó al poder en 2013, su gobierno fue abandonando los pilares básicos del reformismo. En lugar de tomar las decisiones entre los miembros del Comité Permanente, Xi fue centralizando todas las decisiones estratégicas en sí mismo, y llenando al Comité Permanente de compinches que lo apoyan incondicionalmente. Ese afán centralizador acabó con la relativa autonomía que habían tenido los jefes políticos regionales y locales, sometiéndolos a un control mucho más férreo por parte del partido en Beijing. Peor aún, Xi acabó con la práctica de rotar el liderazgo del Estado entre sus colegas, estableciendo así la reelección indefinida a la jefatura del estado y del partido y asomándose como dictador vitalicio.

Y una vez centralizado el poder en sí mismo, a Xi le pasó lo que le suele pasar a los dictadores: comenzó a equivocarse. Rodeado de figuras pusilánimes que no se atreven a decirle que no al jefe, lanzó una política de Covid Cero que le causó daños permanentes a la economía china. Arremetiendo contra los grandes grupos tecnológicos que habían surgido durante la era de las reformas, frenó el potencial de innovación de su economía. Y ha manejado tan torpemente la crisis que surgió en un sector inmobiliario hipertrofiado y sobreendeudado que ha logrado lo que hasta hace poco parecía imposible: frenar el milagroso crecimiento económico en China.

Los expertos ya no dan por sentado que China será la mayor economía del mundo en breve   —importantes analistas ahora argumentan que nunca lo será—. Enfrentándose por primera vez a una crisis de desempleo y de deflación, Xi parece no tener respuestas a los graves problemas que su gobierno ha creado. Así, Xi parece cada día más aislado.

Xi está descubriendo lo que muchos gobernantes ya saben: una gran sociedad contemporánea es un ente demasiado complejo para ser gobernado por un solo hombre. El liderazgo colectivo reformista que Xi desmontó distaba mucho de la perfección: era autoritario, corrupto, burocrático y ciego. Pero sabía aprender y adaptarse a un mundo cambiante. La dictadura de Xi parece incapaz de hacerlo.

@MoisesNaim

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