Uno de los elementos sobre los que se ha fundado la construcción de condiciones de equidad en las elecciones en México ha sido la prohibición para que los funcionarios públicos intervengan en la contienda política, ya sea pronunciándose a favor o en contra de algún partido o bien alguna candidatura, por un lado, o que se utilicen los recursos públicos que están bajo su responsabilidad para incidir en el sentido del voto ciudadano, por el otro.

La idea es simple y obvia: la contienda electoral debe darse entre los partidos políticos y las candidaturas que aspiran a un cargo público y no entre estos y el gobierno (ya sea el federal o los locales). De otro modo se trataría de una competencia desigual y desproporcionada al poner a contender a los partidos de oposición contra los inmensos recursos públicos y la enorme potencia política que encarnan los órganos del Estado, precisamente como ocurría en las épocas del México autoritario que, afortunadamente, dejamos atrás.

El punto de quiebre que nos llevó a legislar esa prohibición en la reforma electoral de 2007 fue la disruptiva intervención del presidente Vicente Fox en las campañas de 2006al señalar, entre otras afirmaciones, que no se debía “cambiar de caballo a la mitad del río”, la pertinencia de mantener el rumbo de su gobierno y que había que tener cuidado con las opciones populistas, mismas que terminaron siendo una pieza central de las impugnaciones que se presentaron en contra de los apretados resultados de la elección presidencial.

Por eso no deja ser una paradoja que, quien en su momento, siendo oposición, se quejó de esa conducta presidencial y exigió el cambio de reglas como condición para tener elecciones justas y equitativas, hoy, desde el gobierno proteste y vocifere en contra de las autoridades electorales cuando se le aplican dichas prohibiciones.

El asunto no es menor, pues, aunque esas normas han estado vigentes a lo largo de los últimos quince años y han servido de sustento para sancionar a cientos de servidores públicos (incluidos, en un par de ocasiones cada uno, a los presidentes Calderón y Peña Nieto), nadie las ha violado, de manera tan frecuente, reincidente y sin el menor empacho, como el presidente López Obrador.

De hecho, la semana pasada, la Comisión de Quejas del INE le ordenó al presidente dejar de denostar, denigrar y descalificar a Xóchitl Gálvez (quien ha hecho pública su intención de competir por la candidatura presidencial de la coalición de oposición) porque ello viola su deber de neutralidad establecido por el artículo 134 de la Constitución. Como respuesta (más allá de la vulgar chicaneada de la Consejería Jurídica de la Presidencia de negarse a recibir la notificación correspondiente aduciendo que “estaban de vacaciones”) el presidente ha acusado que el INE “lo quiere silenciar” y que “no quiere que hable”. “¿Y la libertad de expresión? ¿y el derecho de réplica? ¿y el derecho a disentir?”, dice.

Más aún, López Obrador señaló, refiriéndose a la oposición: “si no quieren que yo hable de ellos, pues lo más equitativo es que ellos no hablen de mí. Porque si ellos van a estar hablando de mí, pues yo voy a tener derecho a la réplica, ni modo que no voy a contestar (sic)”. Con ello olvida que las normas electorales establecen como prerrogativa de los partidos de oposición la crítica a los gobiernos y de los partidos gobernantes la defensa y reivindicación de las acciones gubernamentales; se trata de un debate legítimo, válido y necesario, pero que debe darse entre los partidos y donde el gobierno, por su distinta naturaleza, no tiene cabida.

El presidente no ha entendido nada de lo que como opositor demandó y que por exigencia suya afortunadamente se estableció en la Constitución; o bien, lo entiende perfectamente, pero le importa un comino. Esa es la mejor prueba de que en el poder todos son iguales: las limitaciones y las reglas les incomodan, les estorban, y suelen hacerlas a menos.

El INE no hizo otra cosa sino lo mismo que ha hecho desde hace más de una década: aplicar la Constitución. Ojalá que lo siga haciendo con decisión y sin condescendencia. Una cosa es no buscar confrontarse y otra cosa es claudicar en su papel de garante de la democracia frente a los abusos del poder.

Este episodio reitera, lamentablemente, que el principal problema que enfrentaremos como sociedad en las elecciones de 2024 es el de un poder que no tiene empacho en violar las reglas del juego democrático.

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