La aspiración de todo autócrata es la de controlar los modos en los que sus gobernados razonan y a partir de los cuales construyen sus juicios con la finalidad de imponer un pensamiento y una visión única del mundo y de sus problemas. Que la opinión del gobernante sea asumida como la verdad oficial y, de ser posible, como exclusiva e incontestada, es la máxima aspiración autoritaria.
No es casual que todo autoritario asuma al relativismo de las ideas y al pensamiento crítico como fenómenos despreciables y peligrosos, pues abren la puerta a rechazar o cuestionar los puntos de vista que pretenden imponerse desde el poder.
Por eso, todos los gobiernos democráticos se definen, en principio, por su tolerancia a la crítica, a las objeciones y al escrutinio público. En ese sentido, las democracias hacen de las libertades de pensamiento, de expresión y de manifestación de las ideas, uno de sus pilares básicos y, por el contrario, son las primeras libertades que son suprimidas por los autoritarismos.
Uno de los fundamentos del pensamiento y de la expresión es el lenguaje. Controlar o acotar el modo en el que las personas se expresan —o pretender hacerlo— es, en ese sentido, una manera de ejercer una censura también al pensamiento.
Nadie entendió y explicó tan bien ese hecho como George Orwell quien, en 1984 construyó una distopía en la que, en la autoritaria Inglaterra del “Hermano Mayor”, la manipulación del lenguaje a través de la imposición de la “nuevalengua” como el idioma oficial constituía uno de los principales elementos de control del modo de actuar y de pensar de las personas bajo el régimen del imaginario “socialismo inglés” (Socing).
“El propósito de la nuevalengua —escribía Orwell— no era solo proporcionar un medio de expresión a la visión del mundo y los hábitos mentales de los devotos del Socing, sino que fuese imposible cualquier otro modo de pensar. La intención era que… cualquier pensamiento herético —cualquier idea que se separase de los principios del Socing— fuese inconcebible, al menos en la medida en que el pensamiento depende de las palabras… La nuevalengua estaba pensada no para extender, sino para disminuir el alcance del pensamiento, y dicho propósito se lograba de manera indirecta reduciendo al mínimo el número de palabras disponibles.” (1984, Penguin-Random House, México, 2018, pp. 315-316).
Consciente o inconscientemente, el régimen de López Obrador, cuyos rasgos autoritarios son innegables y evidentes, ha venido instrumentando —de manera muy exitosa— una permanente y progresiva vulgarización, reducción y simplificación del lenguaje político que claramente pretende imponer un único modo de razonar y de discutir públicamente los temas públicos.
Así, bautizó su movimiento político, con una grandilocuente pretensión histórica: “Cuarta Transformación”. Así impuso conceptos como el de “mañanera” para referirse a su conferencia de prensa diaria. Así ha dividido al mundo entre el “pueblo bueno” (el “movimiento” lo llama) y sus enemigos: “conservadores”, “fifís”, “neoliberales”, “clasistas y racistas”, “privilegiados”, “machuchones”, “neoporfiristas”, “corruptos”, “aspiracionistas”, etc.
Lo peor es que, gracias al potente control de la narrativa pública que ha logrado López Obrador, ha conseguido que la nuevalengua (vulgar, reducida y simplificada) que nos ha impuesto no sólo sea utilizada y repetida por sus acólitos, seguidores y propagandistas más fanáticos, sino también en general por la prensa, la opinión pública y hasta por sus opositores. Hoy prácticamente todos, políticos (morenistas y opositores), funcionarios públicos, articulistas, periodistas y hasta académicos en las universidades, hablan con los términos y con los modos que nos ha impuesto el Presidente.
El hecho no dejaría de ser anecdótico si no mediara la advertencia orwelliana: el primer paso es hacernos hablar como él quiere —donde “él” es el Hermano Mayor, el Presidente, el líder, y sígale usted—; el segundo paso es que razonemos y pensemos como él pretende. Y la verdad es que el modo de discurrir de buena parte de la sociedad y de la clase política es el que AMLO nos ha impuesto.
Yo me he rehusado —y lo sigo haciendo— a hablar como otros quieren que hablemos, no sólo porque caer en ese juego es aceptar una derrota cultural y política, sino porque reivindico mi autonomía y mi democrático derecho a pensar y a hablar distinto.