El reconocimiento de los derechos humanos (DH) y su protección son una conquista civilizatoria del mundo moderno. Estos fueron concebidos durante la Ilustración, junto con la división de poderes y el principio de legalidad, como instituciones básicas para limitar el poder político y proteger, frente a sus abusos, las esferas de libertades y las prerrogativas básicas de las personas.

La garantía de los DH es, además, una condición esencial de la democracia. En efecto, sin la obligación de respeto de esos derechos, por un lado, y la existencia de instancias y procedimientos de defensa de los mismos, por el otro, un estado no puede ser considerado una democracia constitucional.

Al revés, un rasgo distintivo de todo autoritarismo es la tendencia a suprimir, erosionar o debilitar los mecanismos de protección de los derechos que, de ser preservados, implicarían el freno y control del ejercicio del poder.

Que el López Obrador tenga una mentalidad autoritaria es algo conocido desde sus orígenes. Para él la negociación, la búsqueda de consensos y la exigencia de respeto de la ley —elementos fundamentales y hasta definitorios, diría yo, del quehacer político democrático— son recursos válidos sólo cuando se ha encontrado en una posición de debilidad política, y engorrosos y menospreciables estorbos cuando se ha encontrado en el poder. Siendo minoría busca negociar y conseguir acuerdos, siendo mayoría busca imponer su voluntad, así de elemental y sencilla es la ecuación mental que ha definido el actuar de nuestro hoy presidente a lo largo de toda su larga trayectoria política. A él sólo le ha interesado alcanzar, acumular y ejercer poder, no ser y actuar como un estadista (más allá de su vanidosa intención de trascender en la historia, tampoco es algo que le interese en el fondo).

Esa es la razón por la que, invariablemente, cuando ha ocupado una posición de poder ha desdeñado a los DH y ha denostado y combatido a las instancias de garantía de esos derechos. Así lo hizo cuando gobernó el otrora Distrito Federal y así lo ha hecho ahora que gobierna el país. Es parte de su lógica y de su proyecto autoritario.

Tampoco tiene empacho en aceptar y presumir su talante. El cotidiano menosprecio de la violencia criminal (desbordada como nunca), el “no me vengan con que la ley es la ley”, o el sostener que el feminismo, el ambientalismo y los derechos humanos, si bien son causas nobles (¡nomás faltaba!), han sido instrumentos del neoliberalismo para desviar la atención sobre la desigualdad y la pobreza (como si los derechos humanos no fueran, precisamente, un mecanismo igualador y de satisfacción de las necesidades básicas y vitales de las personas), lo pintan de cuerpo entero.

Pero no es un asunto sólo de dichos, sino de hechos. Haber convertido a la CNDH, a través de su captura mediante una titular que se ha dedicado a desmantelar las capacidades institucionales de la Comisión, y a convertirla en una instancia de propaganda oficial y de acoso de los detractores gubernamentales, es sólo uno de los numerosos y lamentables ejemplos.

Esta semana, además, tres hechos se suman a la campaña gubernamental en contra de los DH: 1) La renuncia de los seis miembros que quedaban en el Consejo Consultivo de la CNDH (debían ser diez, pero el desprecio por el tema había llevado a la mayoría oficialista en el Senado a no cubrir las vacantes) por el hostigamiento, maltrato y menosprecio que han recibido de la presidenta del órgano. 2) La designación como titular Comisión Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas, órgano que cumple una delicada y sensible tarea en los tiempos oscuros que vivimos y en los que se buscan maquillar—actualizar, le dicen— las cifras de los desaparecidos para aminorar la dramática realidad, de un perfil a todas luces no idóneo y sin haber hecho la amplia consulta previa con las organizaciones de la sociedad civil que mandata la ley de la materia (como lo han denunciado la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en México, y FUNDAR). 3) La desaparición de 13 fideicomisos del Poder Judicial de la Federación como enésimo capítulo de la embestida del oficialismo en contra de esa instancia de garantía de derechos y de limitación del poder.

Tres preocupantes nuevos síntomas del autoritarismo rampante que hoy marca los destinos del país.

Investigador del IIJ-UNAM

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