Los servidores públicos que crean que no les va a pasar nada si incumplen las sentencias de amparo están muy equivocados. Así lo dejó más que claro la Suprema Corte de Justicia el pasado lunes, cuando determinó destituir y consignar a la encargada de la Unidad Especializada en Análisis Financiero y a un agente del Ministerio Público, ambos de la Fiscalía General de la República, por haber incumplido una sentencia de amparo que les ordenaba recibir pruebas e informar el paradero de joyas aseguradas con valor de varios millones de pesos. Con toda contundencia, y en acatamiento de la ley, los servidores públicos renuentes perdieron el empleo y deberán purgar una pena de prisión de entre 5 y 10 años. Pero eso no es todo: la Corte también ordenó que quienes reemplacen a los destituidos deberán cumplir la sentencia; y que, si no lo hacen, también serán separados de sus empleos y llevados ante un juez penal.

Cualquier abogado que conozca sobre los procedimientos de amparo no me dejará mentir en cuanto a que, ya para que la Corte haya llegado al extremo de separar y consignar a esos servidores públicos, incluyendo una de alto nivel, es que debió haber existido una grave, reiterada e injustificada actitud de desafío frente al fallo judicial. Primero, un juez de Distrito les requirió varias veces el cumplimiento y no lo hicieron. Luego, un Tribunal Colegiado de Circuito hizo lo mismo, y tampoco acataron el fallo de amparo. Finalmente, después de múltiples llamados al cumplimiento, la Corte tomó la grave decisión de destituir y mandar a los exservidores públicos a prisión. No fue a la primera llamada, pues. Se necesitó realmente querer —con toda intención— incumplir la sentencia de amparo, para que se llegara al punto de la sanción penal; algo casi nunca visto, ya que las autoridades suelen acatar los fallos judiciales. ¿Qué tenían en mente las hoy consignadas autoridades de la Fiscalía? ¿Por qué se sentían tan seguras de que no les pasaría nada ante el incumplimiento? ¿Acaso pensaron que las actuales críticas, descalificaciones y presiones hacia el Poder Judicial inhibirían o atemorizarían a los ministros y evitarían que dieran curso a su obligación de garantizar el cumplimiento de las sentencias? ¿Creían que serían protegidas? Su desprecio por el orden jurídico y por sus deberes como garantes de la legalidad les cobró factura, pero además fracasarán porque seguramente quienes las sustituyan harán lo que aquéllas no quisieron hacer. Han de estarse preguntando si valió la pena.

Recordemos que la obligatoriedad de las sentencias de amparo es el cimiento que sostiene la confianza en un sistema judicial protector de nuestros derechos humanos. Su acatamiento, entonces, es esencial para el efectivo desarrollo de nuestra personalidad en libertad, igualdad y dignidad personal. Por ello, el mensaje del Poder Judicial debe permear inequívocamente y ser entendido: todo servidor público que incumpla las sentencias de amparo, aún si no les gustan o les parecen discutibles, será separado del servicio y enviado a prisión por varios años, porque al final de cuentas su desobediencia nos afecta a todos. Se nota que va en serio; allá quien no ponga sus barbas a remojar.

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