A veces uno desea el olvido, pero un pueblo torturado, como lo fue el armenio, no puede olvidar y cada vez que se acerca la fecha fatídica, la herida se abre de nuevo. El 24 de abril de 1915, en Estambul/Constantinopla empezó la masacre selectiva de la élite religiosa, cultural, empresarial de la comunidad armenia del imperio otomano. En el marco de la primera guerra mundial, cuando el imperio era el aliado de Berlín y Viena contra París, Londres y San Petersburgo. En seguida la destrucción alcanzó a todo el pueblo armenio.

Un joven polaco, Rafael Lemkin, impresionado por la tragedia, se metió a estudiar derecho en 1921, para enfrentarla y prevenir su repetición. Así acuñó el concepto de genocidio que presentó en Madrid en 1933, luego a la ONU en 1946, y que fue aprobado (en parte modificado) por la Asamblea general en 1948: “Los genocidios se distinguen de los crímenes contra la humanidad y de los más grandes crímenes de guerra, en la medida en que responden a un plan preconcebido de extinción de un colectivo nacional, lo cual comprende la extinción física y económica, no sólo física, prolongándose en consecuencia más allá de la ejecución de esta última”. La negación del genocidio es su continuación.

La extinción empezó a partir de 1915 y no ocurrió solo en 1915. El último episodio fue la masacre de Esmirna en 1922 que se llevó también a los griegos. Lo que Winston Churchill llamó “el crimen sin nombre”. Ahora tiene un nombre: genocidio. Lemkin lo define por: “a) La comisión del acto criminal de masas como base material; b) la causa primera: el odio o la voluntad de exterminar un grupo humano; c) la caracterización de este grupo humano por rasgos étnicos (raciales), religiosos o sociales”.

El gobierno turco sigue diciendo que no hubo genocidio armenio, sino un lamentable enfrentamiento entre armenios y turcos, debido a las circunstancias de la guerra mundial, lo que causó la muerte de unos cientos de miles, la mitad en cada grupo. Sin embargo, desde 1915 se supo que la realidad era otra, que había exterminio, con premeditación y por causas étnica, religiosa y social. Un exterminio caracterizado por un modo arcaico de ejecución, la deportación a pie de multitudes inermes, después de la ejecución sumaria de los hombres, empezando por los soldados armenios del ejército otomano, una vez desarmados.

La premeditación, la voluntad de exterminio, están documentadas por la acusación del fiscal en el proceso a los dirigentes “jóvenes turcos”, en 1919-1920 y por los documentos firmados por el ministro de Gobernación, Talaat Pasha. En 1914, el comité director joven-turco de Unión y Progreso había creado “una fuerza central organizada para eliminar al enemigo interior” (armenio y griego: los griegos de la ribera del Mar Negro fueron eliminados al mismo tiempo que los armenios). Talaat Pasha dijo al embajador estadounidense Morgenthau que intervenía en defensa de los armenios: “No vaya a creer que las deportaciones son improvisadas, siendo por el contrario el resultado de largas deliberaciones”. Puso fin a la conversación con esas palabras tajantes: “Sus argumentos no sirven porque ya nos hemos deshecho de tres cuartas partes de los armenios. El odio entre turcos y armenios es ahora tan grande que hemos decidido acabar con ellos. Si no lo hacemos, prepararán su venganza (…) Le he pedido que viniera para que supiese que nuestra política armenia está absolutamente fijada. No tendremos armenios en parte alguna de Anatolia. Pueden vivir en el desierto, no en otra parte”. Efectivamente, muchos, muchísimos murieron en el desierto en Siria.

Quizá exageraba Talaat Pasha cuando presumía la eliminación de tres cuartas partes de la población armenia; puede que haya sobrevivido la tercera parte, si uno sigue las cifras del Patriarcado armenio que contabilizaba, en 1914, 1.8 millones de armenios, de los cuales, en 1922, sobrevivían 600 mil, casi todos fuera de Turquía. Mustafa Kemal Atatürk, el fundador de la Turquía moderna, citó en 1919 la cifra de 900 mil muertos, estimación de su ministerio del Interior.

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