La marcha de las mujeres me llevó a la última Encuesta Nacional de la Dinámica de las Relaciones de los Hogares (ENDIREH) que, cada cinco años, mide el nivel de la violencia contra las mujeres mexicanas. Acaba de salir la última (2016-2021), que puede y debe consultarse aquí: https://www.inegi.org.mx/programas/endireh/2021/

Copio algunas de sus cifras abundantes: “El 70.1% de las mujeres de 15 años y más ha experimentado, al menos, una situación de violencia psicológica, física, sexual, a lo largo de la vida. El 79% experimentó violencia física o sexual por parte de su pareja. La violencia psicológica fue la de mayor prevalencia (51.6%), seguida de la violencia sexual (49.7%). En el ámbito comunitario es donde viven mayor violencia (45.6%), seguido de la relación de pareja (39.9%). La violencia contra las mujeres se presentó en mayor porcentaje en el ámbito comunitario (22.4%), seguido del laboral (20.8%). 41.8% de las mujeres de 15 años y más experimentó algún incidente de violencia en la infancia. De octubre 2020 a octubre de 2021, 14.6% de las mujeres de 60 años y más experimentó algún incidente de violencia, mientras que 41.5% de las mujeres con algún tipo de discapacidad experimentó algún incidente de violencia.”

Las mujeres entre los 15 y 24 años son las más acosadas por compañeros de escuela, maestros, jefes y familiares. Los lugares con peores porcentajes de violencia contra ellas son la Ciudad de México y el Estado de México (el resto del país trata de no quedarse a la zaga). Y que conste que no se recogen los asesinatos (13 mil 500 en lo que va del sexenio), ni lo que mide el maltrato a menores de 15 años, zona superior del espanto…

A que los resultados sean terroríficos debe agregarse que empeoran año con año. “Entre 2016 y 2021, la violencia acumulada se incrementa cuatro puntos porcentuales y la sexual tiene el mayor incremento”, concluye un análisis del INEGI. Es un hecho: el bienestar con que nos baña la “transformación” no incluye a las mujeres.

La ENDIREH provoca una mezcla de terror y vergüenza nacionales que aumenta por el riesgo de hacerse rutinaria (salvo para las mujeres, que no ven en ella sino un reflejo fiel de su vida diaria, el certificado de su vulnerabilidad y la predicción de un futuro ominoso). Para los machos pululantes, en cambio, la encuesta ha de ser timbre de orgullo. Y para el Estado y las iglesias será el arte en que gana todos los óscares, el de la indiferencia. Pues si la violencia contra las mujeres es resultado de una descomposición atávica en la frágil psique patria, hay que agregarle otro atavismo, el de la impunidad como cultura, la ausencia de políticas públicas punitivas o disuasivas y la falta de recursos para estudiar, analizar y prevenir el problema.

Tampoco ayuda a combatirla (y más bien lo empeora) la compulsiva propaganda que acomete a diario el Comandante Supremo en el sentido de que, gracias a Él, “ahora la gente despertó por completo”, que estamos “orgullosos de nuestra grandeza cultural”, que “ya quisieran otros países tener la historia de México, el pueblo que tiene México, herederos de grandes culturas, grandes civilizaciones que nos hacen sentirnos muy orgullosos”. Claro, siempre y cuando se tenga la virtud de no ser mujer...

¿De cuál de esas grandes culturas habremos heredado la idea de que las mujeres son maltratables y abusables? No lo sé, aunque lo imagino. Prefiero otra cultura, esa de la que heredamos la indignación, cada vez más venturosamente robusta y decidida, de las mujeres y de las colectivas feministas.

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