El viernes santo pasado continué leyendo a Platón. Me sorprendieron, nuevamente, sus convicciones acerca de que la poesía épica y dramática (Homero o Sófocles) tendrían que ser desterradas del Estado ideal cuando, por otra parte, creía que los más capaces gobernantes deberían ser pensadores o filósofos, como lo fuera en el México antiguo, Nezahualcóyotl, el rey poeta. Es verdad que Platón, en su pensamiento, aceptaba en ese Estado a los poetas líricos, aunque vigilados por las autoridades debido a que su promiscuidad, sus vicios y constantes francachelas no los hacían aptos para formar parte del poder que ostentaba el Estado. Me parece, apreciado desde mi época, un razonamiento absurdo. En mi opinión, un cierto número de vicios es necesario para pensar más humana y claramente. Basta leer el diálogo de la República, para meditar en el hecho de que un alto cargo público puede transformar a los gobernantes, alejados del conocimiento o de la cultura, en tiranos o ídolos. Sabemos también que a Platón la democracia le parecía nociva en un Estado ideal a causa de su clasismo, ya que privilegiaba a una clase social sobre las otras. Por otra parte, en el libro cinco del diálogo platónico citado, el filósofo griego postula y aclama la igualdad de las mujeres y de los hombres ante el Estado. Tales cosas las escribía Platón hace veinticinco siglos. No era precisamente un influencer, como se les llama hoy a los iluminados de la comunicación que son presas de epifenómenos cada cinco o diez segundos, o que incluso deslumbran a los gobernantes que no son filósofos ni reyes. Me imagino que aún hoy los diálogos platónicos causarían también polémicas extensas... si se leyeran.

El viernes santo pasado, además de la lectura aludida antes escribí un relato que comenzaba así: “Un millonario que no tiene vicios es lo más idiota que ha producido la naturaleza”. No lo afirmaba yo, sino un personaje de mi relato a quien otro personaje del mismo le respondía que ser millonario (o ri co en verdad) es uno de los mayores vicios que ha creado la humanidad. Y pensé, lo siento, en Steven Spielberg, lo cual en plena celebración santa y cristiana parece una falta de cortesía, no sólo debido a su judaísmo, sino a su riqueza. Medité acerca de si su yate de doscientos millones de dólares que alguna vez compró tendría que ser considerado un vicio o una señal de lo que llaman “éxito”. Recordé la película Tiburón e imaginé que ese pobre escualo no podría dañar en absoluto a la lujosa embarcación de Spielberg, director de la película. Me preguntarán qué túneles oscuros o despistados de la mente me llevaron ese día a relacionar a Platón, a Spielberg y a escribir un cuento; creo que fue mi aversión a la tiranía, a las democracias que no cumplen su finalidad y a los millonarios cuyo vicio mayor es concebir más riqueza. Varias propuestas de Platón me han sido, desde que lo leí hace tantos años, aborrecibles, como la de eliminar a los niños de los matrimonios no adecuados o la de expulsar a los poetas de la República; pero si de algo estoy seguro y de acuerdo con él —acerca de sus nociones de un Estado ideal— es que las sociedades actuales requieren de gobernantes a quienes les interese el conocimiento y la cultura. En eso soy platónico.

El mismo viernes me enteré que se han encontrado más fosas clandestinas en México las cuales cobijan, a su manera, a decenas de desaparecidos. Y como, por el momento, ya no deseo insistir en las democracias fracasadas de Latinoamérica ni citar al antiguo influencer, Platón, decidí minutos antes de que terminara la media noche hacer sonar “Ghost Rider”, de Suicide, la vieja banda neoyorquina punk, de Alan Vega y Martin Rev. De la misma manera podría haber escuchado, más propiamente, “Camino de Guanajuato”, de José Alfredo Jiménez. “Camino”, no “caminos”. El camino único es afín a las dictaduras; los caminos varios son tanto para aquellos artistas que detestó Platón, como para los ciudadanos más libres y despiertos.