La misantropía pesa tanto como tu propio cuerpo y va aumentando con los años. Es como si caminaras y debieras cargarte a ti mismo en hombros. Las personas dejan de serte interesantes, tanto como las reuniones, las polémicas y, sobre todo, los trámites burocráticos que verifican tu existencia. Todo ello duele y resulta desolador porque cada hora que consumes en filas, ante ventanillas o discutiendo con personas acerca de un asunto cotidiano, es tantas veces innecesario. A fin de cuentas, el deber de realizar trámites burocráticos es una estrategia para hacerte desaparecer. Una paradoja al fin, ya que debes ser tratado como una cosa con el pretexto de ofrecerte un lugar, una existencia, la posibilidad de ser una persona identificable que cumple responsabilidades y que es miembro de una comunidad. Llevar a cabo esta rutina es veneno para el misántropo, tal como lo hemos leído en algunas novelas de Kafka, Melville, Handke, Walser, Bukowski, Camus, Bernhard y tantos otros. La misantropía, sin embargo, no es una enfermedad, sino casi un deber. Incluso podría añadir que es una especie de santidad.

Yo no odio a los seres humanos, sólo desearía que la mayor parte de ellos desapareciera. Es sólo un deseo honorable e inocente ya que jamás aprobaría una guerra de exterminio. En los momentos de obnubilación, o entusiasmo pueril soy capaz de comportarme como una persona normal. La prueba es que hace una semana manejé un automóvil siete horas continuas en carretera, pues me es ya casi imposible sentarme en un autobús o avión junto a un montón de desconocidos. Yo viajé en metro buena parte de mi vida y ahora que recuerdo mis travesías no me queda más que aceptar la extrañeza que me causa mi pasado. Conducir un auto en una ciudad es un hecho desgraciado e incivilizado; prefiero caminar, aunque se trate de diez o quince kilómetros. El día que mi cuerpo no me lo permita es que otro yo habrá muerto y se sumará al montón de cadáveres que llevan mi nombre y descansan en la fosa común de mi memoria.

Durante la travesía de siete horas en la autopista me di cuenta de que las taras o defectos humanos se hacen evidentes cuando los conductores se disponen frente al volante. No tienen demasiada idea de lo que está en juego, no asumen las distancias prudentes, se espantan ante cualquier nimiedad, y los más abusadores viajan a velocidades indeseables como si en realidad su presencia en algún destino fuera necesaria para que la tierra continúe girando. Al final de cuentas la autopista es una conversación también, y son escasos los buenos compañeros de camino. Los accidentes se presentan cuando no sabes conducir-conversar. ¿Qué hace el afectado de cierta misantropía al frente de un automóvil? Ejerciendo el absurdo, yendo contra su instinto, quebrantando sus propias reglas morales. Las largas filas que uno debe hacer para dejar atrás la caseta de cobro son también un defecto administrativo; un trámite indecoroso . Y no obstante me comporté de manera impecable. Quizás deberían ofrecerme un reconocimiento. Fue un escritor desgraciado, pero sorteaba las curvas en la carretera como ninguno. ¡Exijo un reconocimiento! Mi padre, quien condujo un trolebús y varios autos en su vida me legó esa habilidad. No logré darle un título universitario, pero aún así exijo que se me otorguen diplomas por soportar tanta ignominia en la carretera. Un honoris causa por rebasar a los tráileres de doble remolque sin poner en peligro ninguna vida. Vienen a mi mente escritores que han muerto en carretera, como el mismo Albert Camus, o el extraordinario poeta mexicano, José Carlos Becerra quien falleció muy joven en una carretera de Italia.

Un buen misántropo no tiene derecho a morir dentro de una lata motorizada; al fin y al cabo, su tortura es continua y de la muerte no se sabe nada, excepto que sucede.

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